CAPÍTULO
72
DEL
BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
Hay un celo malo y
amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un celo bueno
que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo
que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se
anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma
paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. 6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7
Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se
entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10
Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a
Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
Hay un celo que
procede de la amargura, es el celo con que hacemos mal a los demás, y que nos
autodestruye, porque nos paraliza, nos domina hasta que acaba, incluso,
provocando como efecto secundario, alteraciones de nuestra salud. Este mal celo
nace de la envidia, del inconformismo con nosotros mismos, y aparece cuando,
lejos de asumir nuestras debilidades, tanto físicas como morales, las
proyectamos de mala manera sobre nuestros hermanos. No nos engañemos, todos lo
practicamos, lo cual nos lleva al cerramiento o a la exageración, a intentar
desaparecer del foco de atención, o a querer ser la novia de la boda, el niño
en el bautismo o el muerto en el entierro, como se dice de manera coloquial,
pero siendo algo bien real.
Cuando este celo
nos domina no poden vivir siendo el centro de atención, o no podemos vivirlo
sin ser aquí o allá protagonistas de todo, queriendo escuchar en todo momento
elogios, vengan o no a cuento, y en este caso los otros nos molestan y somos
víctimas de nuestro mal celo como los otros, pues siempre seremos los primeros
perjudicados.
Lo escuchamos a
menudo en la plegaria de Sexta de boca del Apóstol:
“Ayúdanos
a llevar las cargas los unos a los otros, y cumplir así la ley de Cristo. Si
alguno piensa ser alguna cosa, cuando de hecho no es nada se engaña a sí mismo.
Más bien, que cada uno examine su propia conducta, entonces si encuentra
motivos para gloriarse será contemplándose a sí mismo y no haciendo
comparaciones con los demás” (Gal 6,2-4)
San Benito nos
viene a decir que por este camino no vamos bien, pues este celo amargo, malo
por sí mismo, no hace sino amargarnos, hacernos malos, nos empuja a un
verdadero infierno y nos aleja de Dios.
Pero el ser
celoso, por sí mismo no es malo, sino que bien comprendido y vivido nos puede
ayudar en nuestra vida, ya que nos aleja de los vicios y nos lleva a Dios y a
la vida eterna, que es a donde os encaminamos.
San Benito nos va
hablando a lo largo de la Regla de este celo. Por ejemplo, cuando lo pide al
principiante referente al Oficios divino, a la obediencia y las humillaciones.
No podemos olvidarlo a lo largo de nuestra vida monástica este celo bueno y
provechoso, que nos ha de acompañar siempre, sobre todo en relación a la
plegaria, en la obediencia y la humildad.
Este buen celo nos
lleva no a una envidia destructiva o a una malsana indiferencia o superioridad,
sino a honrarnos los unos a los otros.
“Los unos a los otros”, no quiere decir que los demás me honren a mí,
que estén obligados a hacerlo, sino hacerlo mutuamente, en lo cual san Benito
viene a decir que esto solo se puede realizar si partimos de la base del
reconocimiento de nuestras debilidades, tanto físicas como morales, y una vez
reconocidas no se acaba el proceso, que continua y nos pide llevar todo esto a
cabo con paciencia, lo cual no es un ir diciendo: ¡Señor, Señor, qué paciencia
he de tener con estos hermanos pecadores! San Benito es claro: soportarnos con
paciencia es obedecernos unos a otros con emulación, lo cual no es envidia sino
superar las propias debilidades.
En la raíz de todo
está el deseo de buscar lo que nos parece útil para nosotros o bien que lo sea
para los otros. La primera postura representa el celo amargo que nos aleja de
Dios, la segunda, el celo que nos aleja de los vicios y nos lleva hacia Dios.
Acciones concretas para avanzar en la buena dirección: practicar desinteresadamente
la caridad fraterna, temer a Dios con amor, amar con sinceridad y humildad. San
Benito muestra que conoce bien la vida comunitaria, pues nos habla de ser
caritativos, pero no por interés sino practicarla desinteresadamente. La
sinceridad y la humildad deben estar en la raíz de la práctica de la caridad,
de lo contrario viene a ser algo ficticio.
Detrás de todo
está el Cristo. A él no debemos anteponer nada en absoluto, ni lo que parece
útil para nosotros, ni otros objetivos que vengan a ser innobles delante de la
nobleza de Cristo. Seguirlo para que nos lleve a la vida eterna.
La última frase de
este capítulo viene a ser como un resumen de toda la Regla: Cristo como modelo
y mediador único, la casa del Padre como único objetivo. Somo débiles, y debemos
ser conscientes de ello para ir venciendo las dificultades con las espléndidas
y fortísimas armas de la obediencia, con esta arma que es el buen celo. Dios no
se impone, es muy celoso. Con un celo inimitable de nuestra libertad y quiere
que mutuamente nos obedezcamos con emulación los unos a los otros, que
busquemos lo que es útil a los otros, que practiquemos la caridad fraterna.
Detrás de todo
esto está el temor de Dios; es solamente este amor temeroso el que nos puede
mover hacia Cristo.
En palabras del
Papa Benedicto XVI: “San Benito indicó a sus seguidores como objetivo
fundamental, único, la búsqueda de Dios: Quaerere Deum. Pero sabía que cuando
el creyente entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse con una
vida mediocre, según una ética minimalista y una religiosidad superficial… San
Benito tomó de san Cipriano una expresión que sintetiza en la Regla el programa
de vida de los monjes: Nihil amori Christi praeponere, “no anteponer nada al
amor de Cristo” En esto consiste la santidad propuesta que sirve también para
todo cristiano” (19 Julio 2005)
No hay comentarios:
Publicar un comentario