domingo, 21 de junio de 2020

CAPÍTULO 72 DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES


CAPÍTULO 72
DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales.  6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Hay un celo que procede de la amargura, es el celo con que hacemos mal a los demás, y que nos autodestruye, porque nos paraliza, nos domina hasta que acaba, incluso, provocando como efecto secundario, alteraciones de nuestra salud. Este mal celo nace de la envidia, del inconformismo con nosotros mismos, y aparece cuando, lejos de asumir nuestras debilidades, tanto físicas como morales, las proyectamos de mala manera sobre nuestros hermanos. No nos engañemos, todos lo practicamos, lo cual nos lleva al cerramiento o a la exageración, a intentar desaparecer del foco de atención, o a querer ser la novia de la boda, el niño en el bautismo o el muerto en el entierro, como se dice de manera coloquial, pero siendo algo bien real.

Cuando este celo nos domina no poden vivir siendo el centro de atención, o no podemos vivirlo sin ser aquí o allá protagonistas de todo, queriendo escuchar en todo momento elogios, vengan o no a cuento, y en este caso los otros nos molestan y somos víctimas de nuestro mal celo como los otros, pues siempre seremos los primeros perjudicados.

Lo escuchamos a menudo en la plegaria de Sexta de boca del Apóstol:
“Ayúdanos a llevar las cargas los unos a los otros, y cumplir así la ley de Cristo. Si alguno piensa ser alguna cosa, cuando de hecho no es nada se engaña a sí mismo. Más bien, que cada uno examine su propia conducta, entonces si encuentra motivos para gloriarse será contemplándose a sí mismo y no haciendo comparaciones con los demás” (Gal 6,2-4)

San Benito nos viene a decir que por este camino no vamos bien, pues este celo amargo, malo por sí mismo, no hace sino amargarnos, hacernos malos, nos empuja a un verdadero infierno y nos aleja de Dios.

Pero el ser celoso, por sí mismo no es malo, sino que bien comprendido y vivido nos puede ayudar en nuestra vida, ya que nos aleja de los vicios y nos lleva a Dios y a la vida eterna, que es a donde os encaminamos.

San Benito nos va hablando a lo largo de la Regla de este celo. Por ejemplo, cuando lo pide al principiante referente al Oficios divino, a la obediencia y las humillaciones. No podemos olvidarlo a lo largo de nuestra vida monástica este celo bueno y provechoso, que nos ha de acompañar siempre, sobre todo en relación a la plegaria, en la obediencia y la humildad.

Este buen celo nos lleva no a una envidia destructiva o a una malsana indiferencia o superioridad, sino a honrarnos los unos a los otros.  “Los unos a los otros”, no quiere decir que los demás me honren a mí, que estén obligados a hacerlo, sino hacerlo mutuamente, en lo cual san Benito viene a decir que esto solo se puede realizar si partimos de la base del reconocimiento de nuestras debilidades, tanto físicas como morales, y una vez reconocidas no se acaba el proceso, que continua y nos pide llevar todo esto a cabo con paciencia, lo cual no es un ir diciendo: ¡Señor, Señor, qué paciencia he de tener con estos hermanos pecadores! San Benito es claro: soportarnos con paciencia es obedecernos unos a otros con emulación, lo cual no es envidia sino superar las propias debilidades.
En la raíz de todo está el deseo de buscar lo que nos parece útil para nosotros o bien que lo sea para los otros. La primera postura representa el celo amargo que nos aleja de Dios, la segunda, el celo que nos aleja de los vicios y nos lleva hacia Dios. Acciones concretas para avanzar en la buena dirección: practicar desinteresadamente la caridad fraterna, temer a Dios con amor, amar con sinceridad y humildad. San Benito muestra que conoce bien la vida comunitaria, pues nos habla de ser caritativos, pero no por interés sino practicarla desinteresadamente. La sinceridad y la humildad deben estar en la raíz de la práctica de la caridad, de lo contrario viene a ser algo ficticio.

Detrás de todo está el Cristo. A él no debemos anteponer nada en absoluto, ni lo que parece útil para nosotros, ni otros objetivos que vengan a ser innobles delante de la nobleza de Cristo. Seguirlo para que nos lleve a la vida eterna.

La última frase de este capítulo viene a ser como un resumen de toda la Regla: Cristo como modelo y mediador único, la casa del Padre como único objetivo. Somo débiles, y debemos ser conscientes de ello para ir venciendo las dificultades con las espléndidas y fortísimas armas de la obediencia, con esta arma que es el buen celo. Dios no se impone, es muy celoso. Con un celo inimitable de nuestra libertad y quiere que mutuamente nos obedezcamos con emulación los unos a los otros, que busquemos lo que es útil a los otros, que practiquemos la caridad fraterna.

Detrás de todo esto está el temor de Dios; es solamente este amor temeroso el que nos puede mover hacia Cristo.

En palabras del Papa Benedicto XVI: “San Benito indicó a sus seguidores como objetivo fundamental, único, la búsqueda de Dios: Quaerere Deum. Pero sabía que cuando el creyente entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse con una vida mediocre, según una ética minimalista y una religiosidad superficial… San Benito tomó de san Cipriano una expresión que sintetiza en la Regla el programa de vida de los monjes: Nihil amori Christi praeponere, “no anteponer nada al amor de Cristo” En esto consiste la santidad propuesta que sirve también para todo cristiano” (19 Julio 2005)


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