CAPÍTULO
33
SI LOS
MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD
Hay un vicio que por
encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que nadie
se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3 ni a poseer
nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete;
nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer
libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo
cuanto necesiten deben esperarlo del padre del monasterio, y no pueden
lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 6 Sean
comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere
que algo es suyo. 7Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan
detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8 pero, si no se
enmienda, quedará sometido a corrección.
La propiedad como un
vicio que debe extirparse, puede sonar como una consigna de una ideología
decimonónica radical, habida cuenta de que la propiedad es uno de los derechos
fundamentales del hombre.
Ahora bien, el reparto
actual de la riqueza lleva al Papa Francisco a decir en su última encíclica: “el
mundo existe para todos, porque los seres humanos nacen en esta tierra con la
misma dignidad” (FT, 118)
San Benito nos habla en
este capítulo diferenciando lo necesario de los superfluo. No se trata de no
poder utilizar herramientas en las tareas que cada uno tiene encomendadas; se
trata, en primer lugar, de no hacer un uso privado, abusivo, exclusivo; y, en
segundo lugar, de no tener por el simple placer de poseer, sin una razón
práctica que lo justifique. La razón de fondo nos dice también: que al monje no
le es lícito hacer lo que quiere.
Este vicio tan
detestable de la propiedad nos asalta de diversas maneras, y además, es un
vicio de los más característicos de nuestra sociedad. “Tanto tienes, tanto
vales”, que viene a constituir una norma de vida. Una sociedad que, en
palabras del Papa Francisco, “deja en pie tan solo la necesidad de consumir
sin límites, y la acentuación de muchas formas de individualismo sin
contenidos” (FT, 13)
En nuestro caso, hay
una primera razón para acumular que se puede resumir en la frase “por si
acaso…” Es una especie de frase talismán, de adaptación del síndrome de
Diógenes, que puede llegar a llenar nuestras celdas o lugares de trabajo de
objetos que no utilizaremos nunca, pero que nos viene a dar una falsa sensación
de seguridad.
Como escribe también el
Papa Francisco: “algunos nacen en familias de buena posición económica,
reciben una buena educación, crecen bien alimentados o poseen una capacidad
destacada” (FT 109); entonces, puede pasar que se valoren ciertas cosas.
Esto en la práctica puede llevar a ser descuidados en la ropa o en las
herramientas, luces abiertas innecesariamente…, detalles que muestran que hemos
padecido muy poco para ahorrar, o que alguno ha ido detrás de nosotros para
reparar esas pequeñas cosas que nosotros olvidábamos de hacer, inconscientes
como estábamos de todo ello.
Como ejemplo, en un
capítulo de culpas recogido en una publicación, un monje se acusaba de cosas
que se podían considerar tan nimias como dejar una azada olvidada, romper un
vidrio, romper un hábito por negligencia, romper un bastón, dejar abierta una
puerta…, ejemplos reales que se consideraban faltas contra la pobreza. A las
que se añadían las cometidas contra la caridad y contra la obediencia, como
indignarse por los errores de los otros o hacer comentarios intrascendentes.
La idea que había
detrás es que ni la azada, ni el vidrio ni el hábito, bastón o puerta… nos
pertenecían sino que los teníamos para su uso, y había que dar cuentas del mal
uso. La acusación pública, en el capítulo, parece cosa de un pasado, pero no
las faltas que cometemos que son parecidas a las que tenían los monjes que nos
han precedido, y de las que se acusaban públicamente, y que nosotros debemos
tener en cuentas, sea en un capítulo o en privado.
Otro caso, es cuando el
deseo de poseer herramientas nos mueve a necesitar cosas concretas para
realizar una tarea que quizás no es necesaria, y que podríamos hacer con las
herramientas que ya poseemos. Todo ello nos lleva a ser conscientes de lo que
nos pide san Benito: no ha de faltar lo necesario, pero no debemos ser víctimas
del consumismo. Por ello subraya que todo sea común a todos, que las herramientas
no las debemos de tener como nuestras, sino de todos
Dice la Regla del
Maestro que hay tres cosas por las que el hombre trabaja y se preocupa: el
vestido, el calzado y el alimento. Y añade que si estas necesidades están
garantizadas “¿qué necesidad tenemos de poseer algo en propiedad, un objeto,
dineros o cualquier otra cosa necesaria, si todo lo que se puede comprar o
adquirir lo suministra Dios a través del monasterio? (RM 82)
Parece que estas tres
necesidades las tenemos bien cubiertas, y tanto el mayordomo como el cillerero,
cumpliendo las obligaciones establecidas en la Regla, se ocupan de que
sea así.
Escribe san Bernardo: “Qué
desgraciado que soy, Dios mío, Estoy cansado de guerras, peligros, turbaciones…
No encuentro seguridad en nada Me da miedo lo que me halaga como lo que me
repugna; el hambre y el comer, el sueño y las vigilias, el trabajo y el
descanso me declaran la guerra. El sabio suplica: No me deis ni pobreza ni
riqueza. Una y otra esconden trampas y peligros” (Sermón 7, Sobre la Cuaresma,
3)
Como siempre la receta
de san Benito es bien sencilla: el equilibrio y la moderación, tener lo que
necesitamos sin ambicionar más de los debido.
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