domingo, 15 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 33 SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

 

CAPÍTULO 33

SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

Hay un vicio que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3 ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete; nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo cuanto necesiten deben esperarlo del padre del monasterio, y no pueden lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 6 Sean comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que algo es suyo. 7Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8 pero, si no se enmienda, quedará sometido a corrección.

La propiedad como un vicio que debe extirparse, puede sonar como una consigna de una ideología decimonónica radical, habida cuenta de que la propiedad es uno de los derechos fundamentales del hombre.

Ahora bien, el reparto actual de la riqueza lleva al Papa Francisco a decir en su última encíclica: “el mundo existe para todos, porque los seres humanos nacen en esta tierra con la misma dignidad” (FT, 118)

San Benito nos habla en este capítulo diferenciando lo necesario de los superfluo. No se trata de no poder utilizar herramientas en las tareas que cada uno tiene encomendadas; se trata, en primer lugar, de no hacer un uso privado, abusivo, exclusivo; y, en segundo lugar, de no tener por el simple placer de poseer, sin una razón práctica que lo justifique. La razón de fondo nos dice también: que al monje no le es lícito hacer lo que quiere.

Este vicio tan detestable de la propiedad nos asalta de diversas maneras, y además, es un vicio de los más característicos de nuestra sociedad. “Tanto tienes, tanto vales”, que viene a constituir una norma de vida. Una sociedad que, en palabras del Papa Francisco, “deja en pie tan solo la necesidad de consumir sin límites, y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos” (FT, 13)

En nuestro caso, hay una primera razón para acumular que se puede resumir en la frase “por si acaso…” Es una especie de frase talismán, de adaptación del síndrome de Diógenes, que puede llegar a llenar nuestras celdas o lugares de trabajo de objetos que no utilizaremos nunca, pero que nos viene a dar una falsa sensación de seguridad.

Como escribe también el Papa Francisco: “algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben una buena educación, crecen bien alimentados o poseen una capacidad destacada” (FT 109); entonces, puede pasar que se valoren ciertas cosas. Esto en la práctica puede llevar a ser descuidados en la ropa o en las herramientas, luces abiertas innecesariamente…, detalles que muestran que hemos padecido muy poco para ahorrar, o que alguno ha ido detrás de nosotros para reparar esas pequeñas cosas que nosotros olvidábamos de hacer, inconscientes como estábamos de todo ello.

Como ejemplo, en un capítulo de culpas recogido en una publicación, un monje se acusaba de cosas que se podían considerar tan nimias como dejar una azada olvidada, romper un vidrio, romper un hábito por negligencia, romper un bastón, dejar abierta una puerta…, ejemplos reales que se consideraban faltas contra la pobreza. A las que se añadían las cometidas contra la caridad y contra la obediencia, como indignarse por los errores de los otros o hacer comentarios intrascendentes.

La idea que había detrás es que ni la azada, ni el vidrio ni el hábito, bastón o puerta… nos pertenecían sino que los teníamos para su uso, y había que dar cuentas del mal uso. La acusación pública, en el capítulo, parece cosa de un pasado, pero no las faltas que cometemos que son parecidas a las que tenían los monjes que nos han precedido, y de las que se acusaban públicamente, y que nosotros debemos tener en cuentas, sea en un capítulo o en privado.

Otro caso, es cuando el deseo de poseer herramientas nos mueve a necesitar cosas concretas para realizar una tarea que quizás no es necesaria, y que podríamos hacer con las herramientas que ya poseemos. Todo ello nos lleva a ser conscientes de lo que nos pide san Benito: no ha de faltar lo necesario, pero no debemos ser víctimas del consumismo. Por ello subraya que todo sea común a todos, que las herramientas no las debemos de tener como nuestras, sino de todos

Dice la Regla del Maestro que hay tres cosas por las que el hombre trabaja y se preocupa: el vestido, el calzado y el alimento. Y añade que si estas necesidades están garantizadas “¿qué necesidad tenemos de poseer algo en propiedad, un objeto, dineros o cualquier otra cosa necesaria, si todo lo que se puede comprar o adquirir lo suministra Dios a través del monasterio? (RM 82)

Parece que estas tres necesidades las tenemos bien cubiertas, y tanto el mayordomo como el cillerero, cumpliendo las obligaciones establecidas en la Regla, se ocupan de que sea así.

Escribe san Bernardo: “Qué desgraciado que soy, Dios mío, Estoy cansado de guerras, peligros, turbaciones… No encuentro seguridad en nada Me da miedo lo que me halaga como lo que me repugna; el hambre y el comer, el sueño y las vigilias, el trabajo y el descanso me declaran la guerra. El sabio suplica: No me deis ni pobreza ni riqueza. Una y otra esconden trampas y peligros” (Sermón 7, Sobre la Cuaresma, 3)

Como siempre la receta de san Benito es bien sencilla: el equilibrio y la moderación, tener lo que necesitamos sin ambicionar más de los debido.

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