domingo, 22 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 40 LA RACIÓN DE BEBIDA

 

CAPÍTULO 40

LA RACIÓN DE BEBIDA

Cada cual tiene de Dios un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso, con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3 sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una hemina de vino al día. 4 Pero aquellos a quienes da Dios el poder de abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez. 6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7 porque el vino hace apostatar aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren; 9 advertimos, sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración

San Benito sabe que cualquier aspecto de nuestra vida tiene su importancia; que la vida del monje se estructura con pequeñas cosas, y todas debe formar todo un conjunto. La literatura, el cine han representado a menudo el monje como comedor y bebedor, pero esta caricatura no corresponde al pensamiento de san Benito, y tampoco a la realidad.

Las comidas tienen su importancia. En las primeras comunidades cristianas venía a ser un momento y una experiencia singular, importante. Esta tradición se mantiene en la vida monástica. Ya, el mismo refectorio aparece como una estancia sobria, a la vez que solemne, pues desde siempre se le consideró como el marco de un acto comunitario importante.

Cuatro capítulos seguidos, dedica san Benito al tema de las comidas. Primero nos habla del escenario de la “música ambiental”, pues a la vez que alimentamos nuestro cuerpo no nos olvidamos de alimentar nuestro espíritu en la escucha de la lectura. Pero es preciso alimentar también nuestros cuerpos con medida, sin excesos que nos lleven a una saciedad poco edificante.

Como escribe Guillermo de Saint Thierry a los Hermanos del Monte Dei:  Tanto si coméis o bebéis o hacéis cualquier otra cosa hacedlo todo en nombre del Señor, santa y religiosamente. Y mientras tu cuerpo toma su alimento, que tu alma no descuide el suyo, que asimile un pensamiento sacado del recuerdo de la bondad del Señor, o bien una palabra de la Escritura, algo que la fortalezca, cuando la medite o simplemente la recuerde”.

Tener un plato en la mesa, cada monje, o un lecho para dormir, que ahora nos puede parecer algo muy normal, no lo era tanto en el tiempo de san Benito. Incluso para gran parte de la saciedad medieval era un lujo poder hacer dos o tres comidas al día y tener un lecho para descansar. La mayor parte de la población dormía en tierra encima de la paja, aprovechando el calor de los animales domésticos o incluso el de las mismas personas, cuando no se veían obligados a dormir en el mismo suelo a la intemperie. En tales circunstancias tener un plato asegurado a la mesa venía a constituir un privilegio.

San Benito quiere que los monjes sean conscientes de todo esto, y que no se entreguen a un comer y beber abundantes y sin sentido. Incluso para san Benito lo ideal sería poder prescindir de beber vino, pero es consciente de que esto es un ideal, habida cuenta de nuestras debilidades físicas o morales. Sabe que el vino no es propio de monjes, pero también es consciente de que es algo nada fácil de hacerlo entender, por lo cual opta por aquello que es más factible: guardar siempre la debida medida.

Aquí, también san Benito es un buen representante de la tradición romana, en cuya civilización nace y se forma. En Roma beber vino no era un acto trivial como lo puede ser ahora en nuestros tiempos. El vino formaba parte de la cultura y de la sociedad, como un medio de cohesión del ambiente. Ya de siempre, los antiguos habían atribuido al vino propiedades curativas variadas. Tan importante como beber era la manera de beber, lo cual venía a distinguir al ciudadano romano civilizado del bárbaro. Se exigía “decorum”, es decir, orden, racionalidad y equilibrio. Es la mesura de la que habla san Benito. La costumbre romana era mezclar el vino con agua o hierbas, porque los ciudadanos romanos beber el vino puro era considerado como propio de bárbaros.

Ciertamente, en una vida rutinaria, pequeñas o no pequeñas cosas pueden representar un aliciente. San Benito no habla de pasar gana o sed, pues ya cuando habla del comer y beber tiene muy presente la necesidad del trabajo o las características climáticas, las condiciones del lugar, o que hay algún otro plato alternativo. Simplemente, nos viene a decir que no hagamos de esto un objetivo primordial, que ocupen su lugar apropiado y no hacer de todo ello el centro de nuestra existencia. Es lo mismo que dice el  Apóstol cuando afirma que “los alimentos son para el vientre, y el vientre para los alimentos (1Cor 6,13), o que es propio de los enemigos de Cristo aquellos de los que “su fin será la perdición, su dios es el vientre, y se glorían de las partes vergonzosas” (Filp 3,19), o aún añade que “es bueno de no comer carne ni beber vino, si tu hermano se va a escandalizar” (Rom 14,21)

Como escribe san Bernardo: “es preciso ¡buscar aquella saciedad que no cansa, curiosidad insaciable y tranquila, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se ahoga en vino no destila alcohol, sino que quema en Dios”.

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