domingo, 11 de abril de 2021

CAPÍTULO 7, 55 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7, 55

LA HUMILDAD

55.El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores.

¿Quién de vosotros se tiene por sabio y experto? Que demuestre con un buen comportamiento que la sabiduría llena de dulzura sus obras. (Sant 3,13)

La Regla es para nosotros la teoría, una teoría nacida de una experiencia de vida cenobítica, la de san Benito, que rezuma espiritualidad, a la vez que realismo; pero un texto que si no se vive se pierde su sentido. También dice Santiago:

“¿De qué le servirá al hombre, hermanos míos, que alguno diga que tiene fe si no lo demuestra con las obras?… Muéstrame, sin obras, que tienes fe, y yo con las obras te mostraré mi fe” (Sant 2,14.18)

Nos habla san Benito de dos fuentes complementarias para guiar nuestras acciones. La Regla y el ejemplo de los mayores; la teoría de la vida monástica y la práctica de esta vida en los mayores. De manera semejante el Concilio Vaticano II nos habla de la Iglesia peregrina, en la Lumen Gentium, que es necesaria para la salvación la Sagrada Escritura y la Tradición; la fe y esta misma fe vivida a lo largo de generaciones.

No vivimos cada uno de nosotros la Regla como algo a reinventar cada día, esencialmente porque nuestra vida, como la de la Iglesia, se fundamenta en una tradición que se transmite de generación en generación, en continuidad, interpretando los signos de los tiempos, pero siempre fieles a un hilo conductor. La Regla es la de san Benito y no otra, poniéndola en práctica con toda humildad.

A lo largo de la Regla, su autor nos habla del respeto hacia los ancianos que debe nacer del reconocimiento de su camino monástico, de los años que llevan en este camino, de las circunstancias que han vivido. Su sabiduría no suele nacer de grandes discursos, sino del ejemplo diario.

Como decía el Papa Francisco en una audiencia general “son unos peregrinos como nosotros en la tierra, que nos han protegido y acompañado, pues todos sabemos que aquí a la tierra hay personas santas, hombres y mujeres que viven en santidad. Santos de cada día, escondidos o como me gusta decir “santos de la puerta de al lado”, que viven su vida con nosotros y llevan una vida santa” (Audiencia General 7/04/2021)

Todos podemos recordar nombres de hermanos que han llegado a la ancianidad con la serenidad de haber vivido con fidelidad e intensamente su vida de monjes.

Las últimas semanas hemos perdido dos hermanos emblemáticos: cada uno con su estilo y su personalidad, su manera de ser, su personalidad; y que han dejado una impronta en la comunidad y nos puede servir para mirar todo lo bueno que han tenido como miembros de la comunidad.

El monje no nace de manera aislada, pues esto sería la negación del monje, la vida del cual san Benito define y dispone en la Regla.

Con seguridad, nadie quiere seguir directivas por parte de otra persona, pero siempre podemos contemplar en los demás aspectos que nos pueden parecer insignificantes, pero que afectan a una identidad, y es importante aprender a discernir, para no reinventar el presente y hacernos una regla ad hoc.

También podemos, en el error, lograr hacer desaparecer una cosa o persona que nos dificulte el paso hacia el objetivo de hacer nuestra voluntad, como si hubiera un pensamiento único, lo cual vendría a ser un ir  contra este octavo grado de la humildad, o incluso contra toda la escala de la humildad de la Regla, y del mismo Evangelio, donde Jesús pone el fundamento de su misión en hacer la voluntad del Padre.

En ocasiones, son los pequeños detalles los que nos delatan, pero que tienen impacto en otras personas, pues descubren una cierta actitud hacia los mayores no tan positiva.

Estos últimos días un familiar de un hermano anciano, recientemente fallecido me comentaba en un correo algo que le turbó en su momento: había conocido la distinción entre “padre” y “hermano”, con ocasión de una visita al monasterio con sus alumnos, pues es profesora de secundaria. El monje que les atendió y les ayudó en la visita, cuando ella le dijo que su tío era monje, le dejó muy claro que su tío era “hermano”, pero que quién la hablaba ahora era “padre”.  Y venía a añadir en el correo que celebraba que estas “pequeñas distinciones” estuvieran superadas, pues todos somos hijos de Dios y hermanos.

Una simple anécdota que, aunque hayan pasado años, el familiar recordaba no de manera grata. Seguramente la intención del “padre” en aquel momento no era hacer un agravio, pero de alguna manera da a entender que el ejemplo de los ancianos no le animaba mucho o no lo creía necesario, si venía de un hermano converso.

No debía haber leído un comentario sobre la humildad del abad Godofredo del Cister, publicado antes del Concilio y que habla “de los ancianos venerables que después de veinte, treinta o cincuenta años de vida religiosa se han convertido en reglas vivas. Son aquellos que poseen el verdadero espíritu religioso y se les puede imitar en la seguridad de que uno va por el buen camino. Se les reconoce perfectamente y son, verdaderamente, los pilares del monasterio” (Godofredo Belorgey, “La humildad según san Benito, p. 241s)

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