domingo, 8 de agosto de 2021

CAPÍTULO 28 DE LOS QUE CORREGIDOS MUCHAS VECES NO QUIEREN ENMENDARSE

 

CAPÍTULO 28

DE LOS QUE CORREGIDOS MUCHAS VECES NO QUIEREN ENMENDARSE

Si un hermano ha sido corregido frecuentemente por cualquier culpa, e incluso excomulgado, y no se enmienda, se le aplicará un castigo más duro, es decir, se le someterá al castigo de los azotes. 2Y si, ni aún así, se corrigiere, o si quizá, lo que Dios no permita, hinchado de soberbia, pretendiere llegar a justificar su conducta, en ese caso el abad tendrá que obrar como todo médico sabio. 3 Si después de haber recurrido a las cataplasmas y ungüentos de las exhortaciones, a los medicamentos de las Escrituras divinas y, por último, al cauterio de la excomunión y a los golpes de los azotes, 4 aun así ve que no consigue nada con sus desvelos, recurra también a lo que es más eficaz: su oración personal por él junto con la de todos los hermanos, 5 para que el Señor, que todo lo puede, le dé la salud al hermano enfermo. 6 Pero, si ni entonces sanase, tome ya el abad el cuchillo de la amputación, como dice el Apóstol: «Echad de vuestro grupo al malvado». 7Y en otro lugar: «Si el infiel quiere separarse, que se separe», 8 no sea que una oveja enferma contamine a todo el rebaño.

Son los últimos capítulos del Código penal de la Regla, y san Benito nos habla de los diversos tipos de faltas, de cómo enmendarse, de cómo tratar al hermano excomulgado, tanto el abad como la comunidad.

A menudo pecamos, somos corregidos; en este tema no debemos tener reparo de utilizar este término de pecado. Todos tenemos experiencia, por activa y por pasiva, todos somos corregidos, aunque no nos guste. Detrás de una falta, y, sobre todo, detrás del orgullo que nos puede llevar a defender nuestra conducta equivocada, no hay sino una causa: el alejamiento de Dios. Cuando faltamos nos anteponemos nosotros al Cristo, que es lo contrario de lo que nos dice san Benito, en una frase clave de nuestra vida de monjes. Se impone nuestro orgullo, nuestra voluntad, y, a la vez, dejamos ver en el otro la imagen de Cristo de un modo negativo.

En este capítulo, escribe Aquinata Bockmann, nuestra capacidad de pecar llega a un punto de desesperación, habiendo utilizado todos los medios, incluida la plegaria. Llegado aquí, si hay un encerrarse en la propia posición, san Benito apunta como solución la extirpación del miembro viciado, para que no se contagie todo el rebaño.

Este capítulo nos muestra la debilidad humana, tanto a nivel individual como a nivel comunitario, pues cuando un hermano se muestra contumaz, y llega a un extremo, fracasa el hermano, pero fracasa también el abad y la comunidad. No es fácil controlar nuestro pensamiento e inclinarse a pensar mal, sembrando la semilla de la falta.

Dos ejemplos que nos suceden con frecuencia:

Un hermano que presta diferentes servicios deja de prestarlos en uno u otro grado; no somos capaces de preguntarle a él, o al superior, si le sucede algo. Damos por supuesto que se ha vuelto vago, o rechaza a la comunidad, cuando de hecho está enfermo y no puede atender bien a lo que estaba haciendo.

Somos lectores en el refectorio, y el libro elegido para leer desaparece momentáneamente, y pensamos que a alguno no le agradaba la lectura y lo ha secuestrado, cuando lo sucedido realmente es que alguien deseaba consultar algún punto del mismo.

Pequeñas cosas, pensamientos, que pueden ser positivos y las pensamos en negativo, nos crean un estado de ansiedad que nos lleva a defender nuestra conducta de adversarios imaginarios. La causa está en que confiamos más en nuestras fuerzas, en nuestra voluntad, que en la gracia de Dios. Y esto, en definitiva, nos lleva a desesperar, aún siendo conscientes de que ésta es inmensa, como contemplamos en la lectura del pecado del rey David.

El Señor siempre está abierto al perdón, pero es preciso que nosotros nos reconozcamos pecadores, y renunciemos a llegar a la situación límite que nos describe san Benito.

Escribe el Papa Benedicto XVI:

Dios, pues, no es un soberano inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso a quien debemos estimar por su bondad siempre dispuesta al perdón. Por esto san Ambrosio exhortaba: Que nadie pierda la confianza, que nadie desespere de las divinas recompensas, aunque remuerdan los pecados antiguos. Dios sabe cambiar de opinión si tú sabes obviar la culpa” (19 Octubre,2005) Confiados, pero a la vez, arrepentidos porque el “perdón no es una negación del mal, sino una participación en el amor salvador y transformador de Dios que reconcilia y cura (27 Abril 2012)

La conversión siempre es posible; es preciso desearla de todo corazón. Como escribe san Elredo:

¿Puede haber milagro más grande que la transformación admirable de nuestro ser, por la cual, en un momento, el hombre impuro deviene puro, de soberbio humilde, de irascible paciente, de impío santo? Pero no se atribuya este milagro al predicador elocuente ni a nadie que a los ojos de la gente lleva una vida admirable, sino que la alabanza debe recaer más bien en Aquel que sopla donde quiere, cuando quiere e inspira el bien que quiere” (Sermón sobre el rapto de Elías)

Nuestra sociedad nos empuja, vivimos en un mundo desconfiado que rechaza la diversidad y acaba por convertirse en un enemigo a batir. Venir a ser malvado o infiel, según la Escritura, citada por san Benito, no es tan difícil si nos empeñamos en un orgullo que nos lleva a defender nuestra conducta y rechazar los remedios como si fueran armas de destrucción masiva creadas para nosotros, cuando de hecho, el arma más mortífera para nuestra vocación es el orgullo y la autosuficiencia. San Benito es muy realista y sabe que un pecador endurecido puede contaminar y llegar a poner en peligro toda una comunidad.

Como escribe también san Elredo: “Considerad vuestra vocación, y también los frutos de ésta. Poned atención, como fuisteis llamados por Cristo; para qué fuisteis llamados, cuál es la realidad de vuestra vocación. Llamados por Cristo, a compartir los sufrimientos de Cristo con la finalidad expresa de reinar eternamente con Él”  (Sermón sobre el rapto de Elías)

 

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