domingo, 15 de agosto de 2021

CAPÍTULO 35 LOS SEMANEROS DE COCINA

 

CAPÍTULO 35

LOS SEMANEROS DE COCINA

Los hermanos han de servirse mutuamente, y nadie quedará dispensado del servicio de la cocina, a no ser por causa de enfermedad o por otra ocupación de mayor interés, 2 porque con ello se consigue una mayor recompensa y caridad. 3Mas a los débiles se les facilitará ayuda personal, para que no lo hagan con tristeza; 4 y todos tendrán esta ayuda según las proporciones de la comunidad y las circunstancias del monasterio. 5 Si la comunidad es numerosa, el mayordomo quedará dispensado del servicio de cocina, y también, como hemos dicho, los que estén ocupados en servicios de mayor interés; 6 todos los demás sírvanse mutuamente en la caridad. 7 El que va a terminar su turno de semana hará la limpieza el sábado. 8 Se lavarán los paños con los que se secan los hermanos las manos y los pies. 9 Lavarán también los pies de todos, no sólo el que termina su turno, sino también el que lo comienza. 10 Devolverá al mayordomo, limpios y en buen estado, los enseres que ha usado. 11 El mayordomo, a su vez, los entregará al que entra en el turno, para que sepa lo que entrega y lo que recibe. 12Cuando no haya más que una única comida, los semaneros tomarán antes, además de su ración normal, algo de pan y vino, 13 para que durante la comida sirvan a sus hermanos sin murmurar ni extenuarse demasiado. 14 Pero en los días que no se ayuna esperen hasta el final de la comida. 15 Los semaneros que terminan y comienzan la semana, el domingo, en el oratorio, inmediatamente después del oficio de laudes, se inclinarán ante todos pidiendo que oren por ellos. 16Y el que termina la semana diga este verso: «Bendito seas, Señor Dios, porque me has ayudado y consolado». 17 Lo dirá por tres veces y después recibirá la bendición. Después seguirá el que comienza la semana con este verso: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme». 18 Lo repiten también todos tres veces, y, después de recibir la bendición, comienza su servicio.

San Benito define el monasterio como una Escuela del Servicio Divino; Cristo, nuestro maestro vino a servir, no a ser servido, para darnos un ejemplo. Servía predicando, curando enfermos, arrojando demonios, servía orando, lavando los pies a sus discípulos, hasta el servicio extremo de dar la vida en la cruz. De aquí la importancia del servicio en la vida de la Iglesia, y en toda vida religiosa.

Parece que san Benito da por supuesto nuestras reservas en el servicio, y que podemos practicar lo que en lenguaje coloquial llamamos “escaqueo” (dispersión de una unidad militar de manera irregular, según Diccionario de la Real Academia) que viene a ser un eludir una tarea u obligación común que tenemos asignada por pesada u otros motivos.

Una tarea puede ser pesada, y el mismo san Benito lo tiene en cuenta estableciendo una rotación semanal, determinando que los más débiles sean ayudados, y que nadie sea dispensado si no es por enfermedad o por una ocupación importante, de manera que las tareas recaigan siempre en los mismos; también tiene la sugerencia de tomar un poco de vino y agua antes de su servicio de lector….

Pero san Benito va más lejos, mostrándonos que la caridad es la que ha de motivar y guiar nuestro servicio, porque nuestro modelo es Cristo y Dios es caridad, que hace todo por amor.

En los dos capítulos anteriores san Benito habla de la propiedad y de tener lo necesario; de la misma manera que en R 33, 4 nos dice: “como a unos hombres a quien no le es lícito hacer lo que quieren, ni con su cuerpo ni con su voluntad”, ahora lo concreta en el servicio a los hermanos.

Hace unos meses televisión grabó en nuestro monasterio un programa que recogía la actividad de algunos hermanos, y uno de ellos con un servicio de comunidad básico, respondía que no se le hacía pesado, pues lo hacía como un servicio a la comunidad, con todo el amor y caridad. Esta debería ser la constante en nuestra vida monástica. Y eso que hay servicios, como los de cocina, que no suelen ser reconocidos, son ingratos, e incluso, lamentablemente menospreciados, porque este plato no es de mi gusto, o demasiado salado …

Incluso nos podemos servir de los demás para nuestros propósitos o ambiciones personales. Lo cual nos debería llevar a reflexionar sobre el nivel de nuestra humildad, no sea que nos perdamos aquella gran recompensa y caridad de la que nos habla san Benito.

Pero también sirviendo podemos correr el riesgo de enorgullecernos, y entonces falla igualmente la caridad. En una comunidad no hay monjes imprescindibles y a la vez todos somos imprescindibles; hay monjes con un servicio más público, otros con un servicio más humilde, tranquilo, silencioso, de pequeñas cosas pero que sumadas son importantes para la comunidad, y de lo que solo nos hacemos conscientes cuando falta el servicio.

Es importante servir, pero más hacerlo sin murmuración, por amor a Cristo y a los hermanos. El Papa Francisco decía en su homilía de inicio del pontificado:

“No olvidemos nunca que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, ha de entrar cada vez más en este servicio que tiene su cima luminosa en la cruz; he de poner su mirada en el servicio humilde, concreto, rico de fe de san José, y como él, abrir los brazos para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños; aquello que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cfr Mt 25,31-46) Solo el que sirve con amor sabe custodiar” (19 Marzo 2013)

Recordando aquella definición del Papa como “servidor de los servidores de Dios”, hacerla nuestra en el servicio de nuestra vida, sin vanagloria, un servicio humilde y sincero, universal, no solo a nuestros amigos, sino a todos, universal, sin distinción alguna, para lo cual necesitamos la ayuda del Señor, esa ayuda que san Benito nos dice que debemos pedir al iniciar nuestra tarea, o agradecer al dejarla.

En la solemnidad de la Asunción de Santa María a los cielos en cuerpo y alma podemos decir con el Papa Francisco: “Encomendémonos a María, Virgen de la escucha y la contemplación, la primera discípula de su Hijo amado. A ella, hija predilecta del Padre y revestida de todos los dones de la gracia, nos dirigimos como a modelo incomparable de seguimiento en el amor a Dios y en servicio al prójimo” (Carta a los Consagrados, 2014)

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