domingo, 14 de noviembre de 2021

CAPÍTULO 32, LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 32

LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO

El abad elegirá a hermanos de cuya vida y costumbres esté seguro para encargarles de los bienes del monasterio en herramientas, vestidos y todos los demás enseres, 2 y se los asignará como él lo juzgue oportuno para guardarlos y recogerlos. 3 Tenga el abad un inventario de todos estos objetos. Porque así, cuando los hermanos se sucedan unos a otros en sus cargos, sabrá qué es lo que entrega y lo que recibe. 4Y, si alguien trata las cosas del monasterio suciamente o con descuido, sea reprendido. 5 Pero, si no se corrige, se le someterá a sanción de regla.

Son una parte de la Regla formada por cuatro capítulos que hacen referencia a temas un poco más mundanos; pero esta impresión es solo una apariencia, porque en todos los aspectos de nuestra vida debe notarse que somos monjes, que seguimos la llamada del Señor. Si se mira desde un aspecto meramente material, nuestra vida es afortunada, pues no nos falta nada necesario, y todo está siempre a punto. Individualmente, es cierto, pero debemos contemplarlo también comunitariamente.

En un monasterio debe haber todo lo necesario, sin necesidad de recurrir al exterior, aunque es difícil de conseguir. Lo tenemos en aquello que es lo más ordinario de la vida de cada día: comida. ropa, huerto, sacristía, cocina, administración…. Cada uno tiene su responsabilidad concreta, y entre todos cubrimos todos los aspectos de la vida a tener en cuenta (cf RB 2,20). Podríamos decir que son herramientas en manos del Señor, de la comunidad.

Todo, siempre, sin hacer acepción de personas, pues sería inconcebible un hospedero que acogiera a sus amigos, un servidor de mesa que atendiese a los preferidos, …

El nexo que debe unir todas estas tareas es la responsabilidad, una responsabilidad compartida y atenta. Lo decía un monje de la comunidad en un reportaje: si lo que hacemos es porque amamos a los otros, no es una carga, sino un servicio elevado, pues en esta línea servimos al Señor.

Como nos enseña san Pablo: “Que cada uno dé lo que ha decidido, no de mala gana ni por fuerza, porque Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7)

Por esto, es preciso no olvidar el valor que tiene todo esto, la riqueza que significa que entre todos hacemos todo. Tan acostumbrados estamos que, a veces, podemos olvidarlo, lo cual no debería ser motivo de olvido, tampoco para recordarlo y decirlo permanentemente, pero sí para recordarlo en nuestra plegaria, dando gracias por quienes tienen cuidado de nosotros, como lo hacemos en los Laudes de cada domingo, al cambiar los servicios comunitarios.

De tan bien servidos, tenemos el peligro de volvernos exigentes, de devenir, como decía un monje que ya no está entre nosotros, “unos solterones malcriados”. Si lo que  sale para comer no es de mi agrado, pongo mala; si el cantor o el salmista se equivoca se procura hacerlo evidente, con gestos o comentarios… Existe siempre el peligro de caer en lo que Henri de Lubac definía como mundanidad espiritual, ceder al espíritu del mundo, que lleva a actuar para una realización particular, propia, y no para la gloria de Dios (Meditaciones sobre la Iglesia), que viene a ser un ceder a una especie de burguesía del espíritu y de la vida que nos lleva a acomodarnos, pero siendo exigentes para con los otros.

También podemos practicar la queja al revés: si somos nosotros los responsables de proveer, podemos tener la tentación de sentirnos más importantes y con poder. En este sentido podríamos recordar Mt 21,31, que nos habla de los dos hijos enviados a una tarea: uno dice que sí va, pero acaba haciendo el trabajo el otro; el otro dice no para acabar haciendo el trabajo. Y lo que Jesús comenta: “Os aseguro que los publicanos y prostitutas os pasan delante en el camino del Reino”.

Orígenes comenta que el Señor habla en esta parábola a favor de aquellos que ofrecen poco o nada, pero que lo manifiestan con sus actos, y en contra de aquellos que ofrecen mucho y que no hacen nada de lo que ofrecen. (cf Homilía 18 in Mattaeum)

Todos sabemos que en cada comunidad hay gente diversa que ha vivido diversas experiencias en otras situaciones:  unas veces teniendo todo resuelto, otras sufriendo penurias, pero, a veces, unos y otros, en el monasterio pueden ser exigentes o bien agradecidos, pues todo depende de la generosidad del corazón.

Hoy San Benito, en este capítulo nos pide no solo un reconocimiento por todo lo que recibimos, sino una responsabilidad, es decir, practicar unas costumbres que significan que los otros pueden fiarse de nosotros, que sabemos usar y compartir las herramientas, guardarlas y recogerlas; y que si no lo hacemos así merecemos ser castigados. A veces cuesta poco tener cuidado de las cosas, y nos pide más esfuerzo el desatenderlas o utilizarlas deficientemente: una puerta si cerrar, una luz innecesariamente abierta, un coche que utilizamos sin justificación…

Ciertamente no entra todo ello en el capítulo 68, pues no son cosas imposibles de realizar, sino fáciles para llevarlas a cabo, pero tenemos la tentación de demostrar nuestra singularidad, nuestra libertad de modo infantil. Es caer en la debilidad de que habla san Agustín cuando nos dice que el débil es aquel de quien se teme que pueda sucumbir cuando llega la tentación, pues la fortaleza cristiana no es solo hacer el bien, sino resistir al mal (Sermón 46,13)

Todo es de todos, y todos estamos al servicio de todos (RB 33,6)

Esto lo debemos vivir sin turbarnos ni contristarnos, practicando aquel buen celo del que habla en el capítulo 72: avanzando a honrarnos los unos a los otros; soportándonos las debilidades con paciencia, tanto físicas como morales; obedeciendo con emulación los unos a los otros; sin buscar lo que le parece útil a él, sino más bien el que lo sea para los otros, practicando desinteresadamente la caridad fraterna, y no anteponiendo nada, absolutamente, a Cristo. (cf RB 72,4-11)

 

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