CAPÍTULO
32
LAS
HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO
El abad elegirá a hermanos de
cuya vida y costumbres esté seguro para encargarles de los bienes del
monasterio en herramientas, vestidos y todos los demás enseres, 2 y se los
asignará como él lo juzgue oportuno para guardarlos y recogerlos. 3 Tenga el abad
un inventario de todos estos objetos. Porque así, cuando los hermanos se
sucedan unos a otros en sus cargos, sabrá qué es lo que entrega y lo que
recibe. 4Y, si alguien trata las cosas del monasterio suciamente o con
descuido, sea reprendido. 5 Pero, si no se corrige, se le someterá a sanción de
regla.
Son una parte de la Regla
formada por cuatro capítulos que hacen referencia a temas un poco más mundanos;
pero esta impresión es solo una apariencia, porque en todos los aspectos de
nuestra vida debe notarse que somos monjes, que seguimos la llamada del Señor.
Si se mira desde un aspecto meramente material, nuestra vida es afortunada,
pues no nos falta nada necesario, y todo está siempre a punto. Individualmente,
es cierto, pero debemos contemplarlo también comunitariamente.
En un monasterio debe haber
todo lo necesario, sin necesidad de recurrir al exterior, aunque es difícil de
conseguir. Lo tenemos en aquello que es lo más ordinario de la vida de cada
día: comida. ropa, huerto, sacristía, cocina, administración…. Cada uno tiene
su responsabilidad concreta, y entre todos cubrimos todos los aspectos de la
vida a tener en cuenta (cf RB 2,20). Podríamos decir que son herramientas en
manos del Señor, de la comunidad.
Todo, siempre, sin hacer
acepción de personas, pues sería inconcebible un hospedero que acogiera a sus
amigos, un servidor de mesa que atendiese a los preferidos, …
El nexo que debe unir todas
estas tareas es la responsabilidad, una responsabilidad compartida y atenta. Lo
decía un monje de la comunidad en un reportaje: si lo que hacemos es porque
amamos a los otros, no es una carga, sino un servicio elevado, pues en esta
línea servimos al Señor.
Como nos enseña san Pablo: “Que
cada uno dé lo que ha decidido, no de mala gana ni por fuerza, porque Dios ama
al que da con alegría” (2Cor 9,7)
Por esto, es preciso no
olvidar el valor que tiene todo esto, la riqueza que significa que entre todos
hacemos todo. Tan acostumbrados estamos que, a veces, podemos olvidarlo, lo
cual no debería ser motivo de olvido, tampoco para recordarlo y decirlo
permanentemente, pero sí para recordarlo en nuestra plegaria, dando gracias por
quienes tienen cuidado de nosotros, como lo hacemos en los Laudes de cada
domingo, al cambiar los servicios comunitarios.
De tan bien servidos, tenemos
el peligro de volvernos exigentes, de devenir, como decía un monje que ya no
está entre nosotros, “unos solterones malcriados”. Si lo que sale para comer no es de mi agrado, pongo
mala; si el cantor o el salmista se equivoca se procura hacerlo evidente, con
gestos o comentarios… Existe siempre el peligro de caer en lo que Henri de
Lubac definía como mundanidad espiritual, ceder al espíritu del mundo, que
lleva a actuar para una realización particular, propia, y no para la gloria de
Dios (Meditaciones sobre la Iglesia), que viene a ser un ceder a una especie de
burguesía del espíritu y de la vida que nos lleva a acomodarnos, pero siendo
exigentes para con los otros.
También podemos practicar la
queja al revés: si somos nosotros los responsables de proveer, podemos tener la
tentación de sentirnos más importantes y con poder. En este sentido podríamos
recordar Mt 21,31, que nos habla de los dos hijos enviados a una tarea: uno
dice que sí va, pero acaba haciendo el trabajo el otro; el otro dice no para
acabar haciendo el trabajo. Y lo que Jesús comenta: “Os aseguro que los
publicanos y prostitutas os pasan delante en el camino del Reino”.
Orígenes comenta que el Señor
habla en esta parábola a favor de aquellos que ofrecen poco o nada, pero que lo
manifiestan con sus actos, y en contra de aquellos que ofrecen mucho y que no
hacen nada de lo que ofrecen. (cf Homilía 18 in Mattaeum)
Todos sabemos que en cada
comunidad hay gente diversa que ha vivido diversas experiencias en otras
situaciones: unas veces teniendo todo
resuelto, otras sufriendo penurias, pero, a veces, unos y otros, en el
monasterio pueden ser exigentes o bien agradecidos, pues todo depende de la
generosidad del corazón.
Hoy San Benito, en este
capítulo nos pide no solo un reconocimiento por todo lo que recibimos, sino una
responsabilidad, es decir, practicar unas costumbres que significan que los
otros pueden fiarse de nosotros, que sabemos usar y compartir las herramientas,
guardarlas y recogerlas; y que si no lo hacemos así merecemos ser castigados. A
veces cuesta poco tener cuidado de las cosas, y nos pide más esfuerzo el
desatenderlas o utilizarlas deficientemente: una puerta si cerrar, una luz
innecesariamente abierta, un coche que utilizamos sin justificación…
Ciertamente no entra todo ello
en el capítulo 68, pues no son cosas imposibles de realizar, sino fáciles para
llevarlas a cabo, pero tenemos la tentación de demostrar nuestra singularidad,
nuestra libertad de modo infantil. Es caer en la debilidad de que habla san Agustín
cuando nos dice que el débil es aquel de quien se teme que pueda sucumbir
cuando llega la tentación, pues la fortaleza cristiana no es solo hacer el
bien, sino resistir al mal (Sermón 46,13)
Todo es de todos, y todos
estamos al servicio de todos (RB 33,6)
Esto lo debemos vivir sin
turbarnos ni contristarnos, practicando aquel buen celo del que habla en el
capítulo 72: avanzando a honrarnos los unos a los otros; soportándonos las
debilidades con paciencia, tanto físicas como morales; obedeciendo con emulación
los unos a los otros; sin buscar lo que le parece útil a él, sino más bien el
que lo sea para los otros, practicando desinteresadamente la caridad fraterna,
y no anteponiendo nada, absolutamente, a Cristo. (cf RB 72,4-11)
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