domingo, 13 de marzo de 2022

CAPÍTULO 66, LOS PORTEROS DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 66

LOS PORTEROS DEL MONASTERIO

Póngase a la puerta del monasterio un monje de edad y discreto, que sepa recibir un recado y transmitirlo, y cuya madurez no le permita andar desocupado. 2 Este portero ha de tener su celda junto a la puerta, para que cuantos lleguen al monasterio se encuentren siempre con alguien que les conteste, 3 en cuanto llame alguno o se escuche la voz de un pobre, responda Deo gratias o Benedic. 4 Y, con toda la delicadeza que inspira el temor de Dios, cumpla prontamente el encargo con ardiente caridad. 5 Si necesita alguien que le ayude, asígnenle un hermano más joven. 6 Si es posible, el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga todo lo necesario, es decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se ejercitarán dentro de su recinto, 7 para que los monjes no tengan necesidad de andar por fuera, pues en modo alguno les conviene a sus almas. 8 Y queremos que esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún hermano pueda alegar que la ignora.

Se explica que cuando la redacción de la Constitución Española de 1876, denominada la de la Restauración se produjo una curiosa anécdota a atribuida a Antonio Cánovas del Castillo, en aquellos días presidente del gobierno. A la hora de definir quienes son los españoles, el mismo presidente dijo con sarcasmo: “Pongan que son españoles los que no pueden ser otra cosa”.

Viene bien la anécdota al hablar del portero, pues podemos pensar que hace de portero quien no puede hacer otra cosa, lo cual no es cierto. Ciertamente, en los últimos años han disminuido las visitas físicas a la comunidad, que pasan por la portería, un hecho que tiene relación con la desaparición de nuestros hermanos mayores de la comunidad, y podríamos decir también que el “filoteismo” de otros tiempos ha ido bajando o casi desapareció. A pesar de todo, la portería, en cuanto a las visitas a la comunidad, como en cuanto a recibir llamadas telefónicas, lo mismo que en cuanto a recibir huéspedes o transeúntes, tiene la misma importancia hoy que ayer.

Verdaderamente, a veces hacen este servicio monjes mayores de la comunidad, y podemos recordar algunos de los últimos, pero todos estaríamos de acuerdo en su madurez, y capacidad de recibir y dar avisos. La portería viene a ser como una fachada del monasterio, la primera imagen que uno recibe cuando llega. Seguramente recordaremos quien había en la portería el día que nosotros mismos llegamos a ingresar en el monasterio, y esto es todo un ejemplo.

De portero como monjes, hay y ha habido de todas las clases: el discreto, el simpático, el esquivo, o quien se escondía detrás de una pila de libros para no ser visto desde fuera. San Benito no lo considera un oficio menor, al contrario, le pide que esté siempre disponible, que cumpla el horario establecido, que no vaya de un lugar a otro, que haga el servicio con toda la dulzura del temor de Dios, con fervor y caridad.

Si en el monasterio debe haber todo lo necesario para evitar el dar vueltas, también es cierto que cada uno debe estar donde le corresponde, en el tiempo correspondiente y haciendo el servicio pertinente. Siempre nos podemos encontrar con la excepción de la regla, pero san Benito no está por la acepción de personas, que afirma siguiendo a san Pablo: “Dios no hace acepción de personas” (Rom 2,11) Y si tenemos todo lo necesario, que nos lo procura la casa, no hay lugar para buscar a la filotea de turno para satisfacer nuestras apetencias personales.

La relación del monje con el exterior no siempre es fácil, ni tampoco prudente. San Benito no quiere que estemos dando vueltas. Seguramente, hace unos años se rondaba más los días de paseo o en las salidas, se iba más a las casas, y es cierto que no debemos hacerlo, ni pedir cosas que no necesitamos o que podemos, si las necesitamos, obtener en el monasterio. Necesitamos este equilibrio entre tener lo necesario y obtenerlo de los responsables, y aquello de lo que tenemos necesidad. Pero este equilibrio depende también en gran parte de nuestro equilibrio espiritual.

Un apotegma explica que un hombre insigne fue de incognito a un monasterio llevando dineros que dio a un sacerdote, para que los repartiese entre los hermanos. El sacerdote le dijo: -Los hermanos no lo necesitan. Dado que su oferta insistente fue inútil, puso la bolsa con los dineros a la puerta de la iglesia, y dijo el sacerdote a los hermanos: -“el que tenga necesidad que coja lo que crea conveniente”. Pero nadie cogió los dineros; incluso alguno ni los van mirar. Y el anciano dijo al donante: -“Dios ha aceptado tu ofrenda, ves y da tus dineros a los pobres”. Y el hombre marchó todo edificado.

No es necesario hacer la prueba, no sea que quedemos decepcionados, pero sí que podemos analizar si nosotros pedimos cosas a gente de fuera para nuestro uso, y juzgar si verdaderamente necesitamos estas cosas, y también es bueno pensar qué juicio harán de nosotros aquellos a quienes pedimos algo.

En tiempo de san Benito la portería era la única entrada para la gente y para todo lo demás. Con los años esto ha cambiado y ahora son múltiples las entradas al monasterio, y muchas de ellas sin portero prudente y maduro. Quizás nos convendría también ahora ampliar este no dar vueltas a nivel virtual, adaptar el silencio nocturno también a este nivel. Quién sabe si el antiguo “no ir por las casas”, debería ser hoy “no ir por las redes sociales”, pues en definitiva de los que se trata es de no perder la centralidad de lo que venimos a hacer en el monasterio: buscar a Dios. La tentación siempre se puede presentar.

Dice otro apotegma: “Un padre va un día al abad Teodoro y le dice: un hermano ha vuelto al mundo”. “No es extraño eso, respondió el abad Teodoro, admírate si sientes alguna ves que un hermano ha logrado huir de las garras del enemigo”.

Esta tentación concreta la conoce bien san Benito, y por eso pide que los monjes no tengan necesidad de correr por fuera, pues no conviene de ninguna manera a nuestras almas.

 

  

 

 

 

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