CAPÍTULO
66
LOS
PORTEROS DEL MONASTERIO
Póngase a la puerta del
monasterio un monje de edad y discreto, que sepa recibir un recado y
transmitirlo, y cuya madurez no le permita andar desocupado. 2 Este portero ha
de tener su celda junto a la puerta, para que cuantos lleguen al monasterio se
encuentren siempre con alguien que les conteste, 3 en cuanto llame alguno o se
escuche la voz de un pobre, responda Deo gratias o Benedic. 4 Y, con toda la
delicadeza que inspira el temor de Dios, cumpla prontamente el encargo con
ardiente caridad. 5 Si necesita alguien que le ayude, asígnenle un hermano más
joven. 6 Si es posible, el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga
todo lo necesario, es decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se
ejercitarán dentro de su recinto, 7 para que los monjes no tengan necesidad de
andar por fuera, pues en modo alguno les conviene a sus almas. 8 Y queremos que
esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún hermano pueda
alegar que la ignora.
Se explica que cuando
la redacción de la Constitución Española de 1876, denominada la de la Restauración se
produjo una curiosa anécdota a atribuida a Antonio Cánovas del Castillo, en
aquellos días presidente del gobierno. A la hora de definir quienes son los
españoles, el mismo presidente dijo con sarcasmo: “Pongan que son españoles los
que no pueden ser otra cosa”.
Viene bien la anécdota
al hablar del portero, pues podemos pensar que hace de portero quien no puede
hacer otra cosa, lo cual no es cierto. Ciertamente, en los últimos años han
disminuido las visitas físicas a la comunidad, que pasan por la portería, un
hecho que tiene relación con la desaparición de nuestros hermanos mayores de la
comunidad, y podríamos decir también que el “filoteismo” de otros tiempos ha
ido bajando o casi desapareció. A pesar de todo, la portería, en cuanto a las
visitas a la comunidad, como en cuanto a recibir llamadas telefónicas, lo mismo
que en cuanto a recibir huéspedes o transeúntes, tiene la misma importancia hoy
que ayer.
Verdaderamente, a veces
hacen este servicio monjes mayores de la comunidad, y podemos recordar algunos
de los últimos, pero todos estaríamos de acuerdo en su madurez, y capacidad de
recibir y dar avisos. La portería viene a ser como una fachada del monasterio,
la primera imagen que uno recibe cuando llega. Seguramente recordaremos quien
había en la portería el día que nosotros mismos llegamos a ingresar en el
monasterio, y esto es todo un ejemplo.
De portero como monjes,
hay y ha habido de todas las clases: el discreto, el simpático, el esquivo, o
quien se escondía detrás de una pila de libros para no ser visto desde fuera.
San Benito no lo considera un oficio menor, al contrario, le pide que esté
siempre disponible, que cumpla el horario establecido, que no vaya de un lugar
a otro, que haga el servicio con toda la dulzura del temor de Dios, con fervor
y caridad.
Si en el monasterio
debe haber todo lo necesario para evitar el dar vueltas, también es cierto que
cada uno debe estar donde le corresponde, en el tiempo correspondiente y
haciendo el servicio pertinente. Siempre nos podemos encontrar con la excepción
de la regla, pero san Benito no está por la acepción de personas, que afirma
siguiendo a san Pablo: “Dios no hace acepción de personas” (Rom 2,11) Y
si tenemos todo lo necesario, que nos lo procura la casa, no hay lugar para
buscar a la filotea de turno para satisfacer nuestras apetencias personales.
La relación del monje
con el exterior no siempre es fácil, ni tampoco prudente. San Benito no quiere
que estemos dando vueltas. Seguramente, hace unos años se rondaba más los días
de paseo o en las salidas, se iba más a las casas, y es cierto que no debemos
hacerlo, ni pedir cosas que no necesitamos o que podemos, si las necesitamos,
obtener en el monasterio. Necesitamos este equilibrio entre tener lo necesario
y obtenerlo de los responsables, y aquello de lo que tenemos necesidad. Pero
este equilibrio depende también en gran parte de nuestro equilibrio espiritual.
Un
apotegma explica que un hombre insigne fue de incognito a
un monasterio llevando dineros que dio a un sacerdote, para que los repartiese
entre los hermanos. El sacerdote le dijo: -Los hermanos no lo necesitan. Dado
que su oferta insistente fue inútil, puso la bolsa con los dineros a la puerta
de la iglesia, y dijo el sacerdote a los hermanos: -“el que tenga necesidad que
coja lo que crea conveniente”. Pero nadie cogió los dineros; incluso alguno ni
los van mirar. Y el anciano dijo al donante: -“Dios ha aceptado tu ofrenda, ves
y da tus dineros a los pobres”. Y el hombre marchó todo edificado.
No es necesario hacer
la prueba, no sea que quedemos decepcionados, pero sí que podemos analizar si
nosotros pedimos cosas a gente de fuera para nuestro uso, y juzgar si
verdaderamente necesitamos estas cosas, y también es bueno pensar qué juicio
harán de nosotros aquellos a quienes pedimos algo.
En tiempo de san Benito
la portería era la única entrada para la gente y para todo lo demás. Con los
años esto ha cambiado y ahora son múltiples las entradas al monasterio, y
muchas de ellas sin portero prudente y maduro. Quizás nos convendría también
ahora ampliar este no dar vueltas a nivel virtual, adaptar el silencio nocturno
también a este nivel. Quién sabe si el antiguo “no ir por las casas”, debería
ser hoy “no ir por las redes sociales”, pues en definitiva de los que se trata
es de no perder la centralidad de lo que venimos a hacer en el monasterio:
buscar a Dios. La tentación siempre se puede presentar.
Dice otro apotegma: “Un
padre va un día al abad Teodoro y le dice: un hermano ha vuelto al mundo”. “No
es extraño eso, respondió el abad Teodoro, admírate si sientes alguna ves que
un hermano ha logrado huir de las garras del enemigo”.
Esta tentación concreta
la conoce bien san Benito, y por eso pide que los monjes no tengan necesidad de
correr por fuera, pues no conviene de ninguna manera a nuestras almas.
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