CAPÍTULO
38
EL
LECTOR DE SEMANA
En la mesa de los
hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente
coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana,
comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por
él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de
espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero
comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará
tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará
allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz
que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas
que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa
alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo
cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar
nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de
hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas
palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede
tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa
comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y
coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni
canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a
los oyentes.
San Benito quiere que
en la mesa, además de la comida y bebida, no falte la lectura, como alimento
espiritual. Del tipo de lectura no habla en este capítulo, pero nos habla en
otros capítulos de la Regla, donde sugiere que sea edificante, que debemos
escuchar con gusto las lecturas santas (cf. RB 4,55), que en horas determinadas
se dediquen a la lectura divina (Cf RB
48,1); en el verano desde la hora cuarta hasta la hora de sexta (Cf. RB 48,4),
en el invierno hasta la hora segunda completa, y en Cuaresma hasta la hora
tercera(Cf. RB 48,14) o que el domingo se dediquen más a la lectura (Cf. RB
48,22)
Daba tanta importancia
a la lectura que la equipara con la oración de lágrimas, la compunción del
corazón y la abstinencia. Y no admite que se menosprecie, de manera que, si se
da a lectura o molesta a otros, debe ser castigado (Cf RB 48,18).
Aquí define al lector,
y establece como deben comportarse el auditorio para una lectura de provecho.
El lector debe servir a la comunidad a lo largo de toda la semana, como los
demás servicios comunitarios y para que sea edificante, debe huir de la
vanidad, y recibir la bendición y la plegaria, pues a menudo de su boca saldrán
palabras santas, provenientes de la Escritura o de los Santos Padres, y debe
ser consciente que es un instrumento, voz, de un mensaje para ayudar a otros.
No debe elegirse al azar, lo que compromete a realizarlo lo mejor posible. Como
tiene su dificultad, antes que beba un poco de vino con agua, para no hacerlo
en ayunas.
Debe poner los cinco
sentidos en su servicio; estar concentrado en lo que hace, como también deben
estarlo los oyentes.
La lectura en el
refectorio no es equivalente a un escuchar la radio o la televisión por parte
de una familia reunida en su hogar. Aquí la lectura tiene una dimensión
formativa, por lo que la escucha debe ser atenta. San Benito siempre nos quiere
con el oído atento, en el Oficio Divino, en la Eucaristía, en la Colación, y
también en el refectorio. Más que cuando leemos en privado, y más cuando se
trata de la Palabra de Dios. En el refectorio no debe sentirse un ruido
excesivo, lo cual es algo que deben tener presente los servidores, y evitar
ruidos excesivos. Al decir que no debe sentirse ningún murmullo y ninguna voz
excepto la de quien lee, san Benito se refiere a que haya un silencio absoluto,
ninguna murmuración, un vicio al que san Benito se refiere en la Regla trece
veces, y que define como un verdadero mal.
La tentación de
murmurar sobre la lectura, si nos agrada o no, no nos abandona. Hace falta
siempre un esfuerzo para centrarnos en la lectura, en su sentido, pues siempre
es bueno escuchar el Magisterio de la Iglesia, o vidas que edifican, o
reflexiones teológicas que nos pueden enriquecer. Nos puede agradar más un
autor que otro, o un lector que otro, pero por encima de todo no debemos olvidar
que la mayoría de lecturas forman parte del Magisterio o de la vida de la
Iglesia, pasada o presente, lo cual siempre es un enriquecimiento cuando
hacemos una buena escucha.
Nos podría parecer que
la lectura es prescindible, pero san Benito lo deja bien claro en la primera
frase cuando dice: “en la mesa no debe faltar nunca la lectura”.
La lectura en el
refectorio, escribe Aquinata Bockmann, es considerada en la tradición monástica
como una cierta decadencia, porque en el antiguo Egipto los monjes comían en
silencio, y fue en Capadocia donde se incorpora la lectura en el refectorio,
para que se mantenga el silencio de los monjes, y se eviten las palabras
ociosas e incluso las disputas.
No tiene, pues, un
origen tan espiritual, como podemos suponer, pero de hecho la lectura se
estableció para lograr un silencio efectivo. Ya san Agustín planteará la idea
de las comidas como un momento de alimentación física y espiritual; alimento físico
que entrar por la boca, y espiritual, por la oreja. Así dice el texto actual de
la Regla de san Agustín:
“Desde
que ponéis a la mesa hasta que os levantáis de ella, escuchad sin murmuraciones
ni comentarios lo que se acostumbra a leer, de manera que no solo se reciba
alimento en la boca, sino también en los oídos gracias a la Palabra de Dios.”
(RA 4,2)
No olvidemos, nos dice Aquinata Bockmann, los signos que establecen un cierto paralelismo entre las comidas y la liturgia eucarística, el altar y la mesa. La Eucaristía y las comidas comportan determinados rituales, plegarias cantos o lecturas. La comunidad reunida en torno al altar tiene como consecuencia la comunidad reunida en torno a la mesa. La Palabra de Dios es proclamada en un lugar y en el otro; el pan y el vino están presentes en los dos momentos. En definitiva, las comidas se entienden como una obligación de la comunión vivida en comunidad, donde no debe faltar nunca el alimento de la Palabra de Dios.
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