domingo, 22 de enero de 2023

CAPÍTULO 7,62-70

 

CAPÍTULO 7,62-70

 

LA HUMILDAD

El El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador,  67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa con naturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados.

Escribe un autor espiritual: “La paz interior pide desprendimiento, que se expresa en el silencio y en la soledad, la pobreza y la obediencia, la castidad y la plegaria. En nuestra vida todo tiende a abrir las puertas de nuestro corazón al Señor, a sentarse a sus pies para escuchar su palabra y dejarnos libres para vivir en íntima comunión con Él” (El camino de la verdadera felicidad, p.135)

San Benito nos muestra que llegamos a esta paz subiendo el último grado de la humildad, llegando a aquella caridad de Dios que echa fuera todo temor y vivirla por costumbre, sin esfuerzo, con naturalidad. Llegar a estar limpios de vicios y pecados no es tarea fácil, pues siempre nos asedian el egoísmo, la envidia, la tentación de alcanzar lo que deseamos, sea como sea. Pero venir a estar limpios de todo ello no es imposible, pues tenemos el ejemplo de los santos, y sobre todo tenemos el ejemplo del mismo Cristo, nacido humanamente sin pecado, pero que vivió como verdadero hombre, y que conoce a fondo la naturaleza humana.

San Benito nos muestra el camino en positivo con la humildad. No es un camino fácil, sino un camino que recorremos con alternativas de caídas, avances y retrocesos, y en ocasiones con la tentación de abandonar, o buscando atajos que, en lugar d llevarnos a Cristo, nos ponen en el sendero de la soberbia.

El testimonio de una monja como Teresa Forcades en una carta a Francisco Torralba, es que, aun llevando varios años de vida monástica, se sentía a menudo en el primer grado. Una sensación que podemos tener todos, o, por el contrario, nos podemos creer que estamos por los grados más altos, sobre todo si nos equivocamos de escala, y buscamos a través de medios ilícitos lo que no se nos ha dado y que creemos que nos corresponde, y que nos puede llevar a hacer mal a los demás.

No debemos fiarnos de nuestras fuerzas, pues nadie está libre de descender en la escala, sobre todo cuando no cuidamos el contacto con la Palabra, o la asistencia al Oficio Divino, así como el servicio a nuestros hermanos de comunidad.

La vida monástica tiene mucho de rutinaria, y nos puede asaltar la apatía. La rutina monástica no debe ser un obstáculo, sino al contrario, una ayuda para centrarnos en el verdadero y fundamental objetivo de nuestra vida, que es la búsqueda de Cristo, y en la cual siempre tenemos la posibilidad, si somos fieles, de descubrir novedades interesantes en nuestro avanzar hacia Cristo.

En ocasiones buscamos fuera del monasterio algo interesante que se contraponga a la rutina. Los monjes no somos islas, pero tampoco fortalezas, por lo que debemos estar siempre alerta delante del riesgo de perder la centralidad de nuestra vida en cosas vanas, que en el fondo no nos interesan.

Lo contemplamos en nuestros hermanos enfermos, cuando llega la hora en que las fuerzas no responden para una vida monástica plena. Algunos continúan en la ruta de la comunidad, bien siguiendo los diversos oficios, bien con una vida de plegaria personal más intensa.

San Benito nos recuerda en la conclusión del capítulo 7º de la Regla, que el monje es tal las 24 horas del día, o los siete días de la semana, o los trescientos sesenta y cinco días del año, lo cual se debe poner de actualidad mediante el Oficio Divino, en el oratorio, en el huerto, o de viaje; en todas partes.

Uno no nace monje, más bien se va configurando paulatinamente, dejando actuar la gracia divina, y eliminando en sí mismo los obstáculos que impiden el acceso al Señor. Nuestros enemigos no son imaginarios. San Bernardo los enumera claramente:  la curiosidad, la ligereza de espíritu, indiscreción de la lengua, el reír fácil, la jactancia o búsqueda de la propia gloria, la arrogancia de creernos los mejores, o imprescindibles… San Bernardo resume todo en los dos últimos grados de la soberbia, hablando de adquirir la costumbre de pecar a partir de considerarnos libres para pecar.

La vida monástica tiene en la Regla el verdadero marco, como un manual que nos permite concretar nuestra norma rectísima de vida. No nos propone san Benito un camino fácil, sino más bien estrecho, y nos va indicando los pasos a seguir, pues si nos atenemos a sus consejos y nos abrimos a la voluntad de Dios, ésta será también la nuestra y el camino se irá ensanchando, para vivir como monjes y buscando la virtud.

Escribe Juan Casiano: “la verdadera discreción no se adquiere más que a cambio de una verdadera humildad….  Hemos de procurar con obstinación adquirir el bien de la discreción, mediante la virtud de la humildad. Es lo único que nos puede preservar de las extralimitaciones, tanto en el vicio como en la virtud o, lo que es lo mismo, desprendernos de las faltas, tanto por exceso como por defecto” (Colaciones)

 

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