domingo, 29 de enero de 2023

CAPÍTULO 25, LAS CULPAS GRAVES

 

CAPÍTULO 25

LAS CULPAS GRAVES

El hermano que haya cometido una falta grave será excluido de la mesa común y también del oratorio. 2Y ningún hermano se acercará a él para hacerle compañía o entablar conversación. 3Que esté completamente solo mientras realiza los trabajos que se le hayan asignado, perseverando en su llanto penitencial y meditando en aquella terrible sentencia del Apóstol que dice:4«Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día del Señor».5Comerá a solas su comida, según la cantidad y a la hora que el abad juzgue convenientes. 6Nadie que se encuentre con él debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le da.

Escribe Bruno Fabio, profesor de Derecho Canónico de la facultad san Pio X de Venecia que el Derecho Canónico tiene una particularísima función que es didáctica, y a la vez formativa, función que se extiende a todo el pueblo de Dios, sea con respecto a conductas irregulares, sea con prescritas medidas punitivas.

En la Constitución Apostólica “Las leyes de la Sagrada Diciplina” de san Juan Pablo II, con la que promulgaba el nuevo Código de Derecho Canónico el 26 de Enero de 1986, se puede leer:

“La finalidad del Código no es sustituir en la vida de la Iglesia y de los fieles, la fe, la gracia, los carismas, y sobre todo la caridad. Más bien mira de crear en la sociedad eclesial un orden tal que, asignando la parte principal al amor, a la gracia, a los carismas, haga más factible el crecimiento ordenado en la vida, tanto a nivel eclesial, como en cada una de las personas”.

A un hombre, respetuoso con el mundo legal, como fue san Benito, no le podía pasar por alto establecer unas normas que debían ser muy rectas para la vida monástica; de aquí el establecer un sistema penal, a partir del cual una comunidad se pudiera defender de las actitudes contra la comunidad por parte de miembros concretos, y también ayudar a reintegrarse a la comunión. De esta forma, por esta razón utilitarista, pero profundamente espiritual, aparece a lo largo del texto de la Regla el llamado Código penal benedictino. Situada en su momento histórico, esta legislación se distingue por la caridad hacia cada individuo, y para el conjunto de la comunidad. Ciertamente, determinadas actitudes individuales, improcedentes o ilegales, pueden acabar por afectar a toda la comunidad delante de la Iglesia y de la misma sociedad.

Escribía el Papa Benedicto XVI, ya emérito, con motivo de la reunión de los presidentes de las conferencias episcopales, convocadas en Febrero del 2019 por el Papa Francisco, para hablar sobre los abusos sexuales en la Iglesia:

“El Señor ha iniciado una historia de amor con nosotros, con todo el mundo, y quiere recapitular toda la creación en el amor. La oposición al mal, que nos amenaza a nosotros y al mundo entero, en último término puede consistir solamente en el hecho que nos abandonemos a este amor. Él es la verdadera fuerza de oposición al mal. La potencia del mal nace de nuestra negación al amor de Dios. Se salva quien confía en el amor de Dios. El no ser salvados se debe a la incapacidad de amar a Dios. Aprender a amar a Dios es, por lo tanto, el camino de la redención del ser humano”. (La Iglesia y el escándalo de los abusos sexuales)

Esta relación entre el amor de Dios y la rotura de la comunión en una comunidad, es la misma que apunta san Benito en este capítulo de la Regla, ya que toda falta rompe la comunión con Dios y los hermanos, rompe los lazos de amor.

A una falta grave no siempre se llega directamente, sino también acumulando faltas leves, y con un ritmo cotidiano, cuando nuestra conciencia se va relajando paulatinamente. En el magisterio de la Iglesia se puede considerar en el hábito de cometer pecados veniales, que al final desemboca en los mortales, que deterioran nuestra relación con Dios de manera importante y fundamental.

Debemos estar atentos a no perder el amor y la comunión. Ciertamente ya comentaba en sus escritos Evagrio Póntico:

“El demonio llamado demonio meridiano es el causante del peor de los conflictos. Ataca al monje hacia la cuarta hora, y asedia el alma hasta la octava hora. Para empezar, hace que el sol parezca que no se mueve, y que el día tiene cincuenta horas. A la vez obliga al monje a mirar por la ventana constantemente, a salir de la celda y observar el sol con detenimiento para determinar cuánto falta para la novena hora, a mirar aquí y allá, para ver si se puede salir para hacer esto o lo otro”.

Es una enfermedad crónica de la vida monástica, y nace del descuido de la vida espiritual, de la plegaria personal, del abandono de la puntualidad, o la regularidad, y de este modo se le va haciendo pesada la obediencia a la campana que llama a maitines, o mantener el silencio, o la escucha de la Palabra que llega a aborrecer. Así se llega a cometer faltas más graves, que a veces ya no consideramos faltas como puede ser la falta al Oficio Divino, u otras, síntomas siempre de crisis interior. Faltas leves, en principio, que incluso justificamos con las actitudes de otros hermanos, hasta llegar así a las más graves, y venimos a romper la comunión y el amor fraterno. Todo este clima nos viene a sugerir san Benito con este capítulo.

No son riesgos imaginarios, sino reales, que nos pueden afectar a cualquiera de nosotros. El riesgo de caer por la escala de la humildad siempre es vivo o actual, por lo que nos conviene alejarnos de autoreferencia, y agarrados a la escala de la Regla, y fijos los ojos en Cristo, levantarnos e iniciar de nuevo la subida con mayor seguridad, apoyados en la plegaria, el trabajo y e contacto con la Palabra.

Escribe san Bernardo:

“Suele suceder, y lo decimos y constatamos con dolor, que algunos al principio de su conversión son diligentes hasta que se inician, en un cierto grado de la vida monástica. Pero cuando deberían ser más grandes sus deseos, según aquellas palabras: los que comen quedarán con hambre de mí, comienzan a comportarse como si se dijeran: para qué entregarse más si ya tenemos lo que nos prometió. Si supieras lo poco que tienes todavía, y que incluso lo puedes perder de no conservar lo que has recibido, son razones suficientes para ser más celosos y sujetos a Dios. Así no perteneceremos a esta clase de personas que no viven al amparo del Altísimo, porque piensan que no lo necesitan. Son los que no esperan en el Señor”  (Sobre la ascesis y la contemplación, 1, 3)

Y perder la esperanza en el Señor es el peor de los pecados. Es desesperar de la misericordia de Dios; es pecar contra el Espíritu Santo, y de esto nos dice Jesús: “El que peca contra el Hijo del hombre será perdonado, pero el que peca contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este mundo ni en el otro” (Mt 12,32)

 

 

 

 

 

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