lunes, 10 de abril de 2023

CAPÍTULO 7,51-54 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,51-54

LA HUMILDAD

El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53«Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos.

Acabamos de vivir la celebración de la Resurrección de quien tomó la condición de esclavo y padeció la muerte y muerte de cruz. No lo dijo solo con la palabra que era el último de todos; y es así un ejemplo para nosotros en su humillación.

Nuestra sociedad se apoya con frecuencia en la apariencia, aparentando lo que no somos buscando nuestra conveniencia, para no ser rechazados, o para dar una sensación positiva y lograr nuestros objetivos personales.

No es éste el ejemplo de Cristo, en la Última Cena cuando se rebaja a lavar los pies a los discípulos, y que aguantó todas las humillaciones de la Pasión. Podía haber actuado de otra manera, pero entonces, su encarnación, su renuncia a la igualdad con Dios, su condición humana no habría sido útil para darnos un ejemplo.

La humildad no es ser pusilánime, ni cobarde o falta de coraje, sino al contrario, practicar la humildad es un signo de valentía y fortaleza. Coraje para sentirnos, por ejemplo, inferiores al diablo, reconocernos susceptibles de ser tentados, y a partir de este reconocimiento ser capaces de pedir ayuda a Dios, conscientes de que solo con su gracia podremos salir adelante ante cualquier ataque del maligno.

Este séptimo grado, escribe Aquinata Bockmann marca una progresión en dos direcciones:  el monje busca construir la humildad en el fondo de su corazón y a la vez se considera a sí mismo como el más vil. Son dos premisas para abrirnos a la acción de la gracia de Dios.

San Benito opone a este grado dos vicios que son la presunción y la arrogancia, practicadas cuando el monje está más convencido de que es más santo que los demás, y se atribuye todo a sus propios méritos. La levadura del egoísmo hace fermentar el pan de la soberbia y el menosprecio de los demás hermanos.

El hombre que se hace a sí mismo, ha sido y es todavía un modelo para nuestra sociedad, y no deja espacio para la acción de Dios, lleva a pensar que no es necesario Dios para nada. El Espíritu del Señor está sobre cada uno de nosotros, y decirlo es una realidad y no presunción. Pero lo más corriente es pensar que nos hacemos a nosotros mismos, y deshacemos en nosotros lo que Dios ha querido construirnos. Como ha dicho en alguna ocasión el Papa Francisco, detrás de un coche de muertos no va un camión de mudanzas. Lo cual encierra un pensamiento profundo: por más riquezas, títulos y honores que se puedan acumular, al final no sirven para nada. Lo que realmente vale delante de Dios son otros baremos, que no caben en un camión de mudanzas, porque, por ejemplo, el amor, la humildad o la pureza de corazón no son mensurables humanamente, sino solo con la medida de Dios.

A veces `podemos caer en la tentación del fariseo en el templo que reconocía que sus talentos eran obra y regalo de Dios, y a la vez se veía merecedor, y, ya sabemos, consideraba justificado al publicano que no se atrevía ni a levantar la vista. La humildad no es algo que nos venga por naturaleza, no nacemos humildades, ni tampoco la misma formación que vamos recibiendo a lo largo de nuestra vida nos hacen más humildes. A esto nos empuja la misma dinámica social; y vivimos en una sociedad cada vez más competitiva en la que las desigualdades de todo tipo son uno de sus pilares.

El Hijo de Dios habría podido venir al mundo de otra manera, no obstante, quiso nacer en un establo. Habría podido tener una infancia más estable y vivió como un exiliado. Habría podido implantar su Reino de acuerdo a la omnipotencia de Dios y lo hace a través de la Cruz. Y este hombre que podría haber aparecido como un modelo y ejemplo de fracaso es el rey verdadero, nuestro modelo, nuestro ideal de hombre, de creyente, de monje. A pesar de que, aún siendo un modelo único, no es el único ejemplo de humildad vivida de manera agradable a los ojos de Dios. Tenemos en María otro modelo, pues como dice san Juan Pablo II: “María muestra lo que es el fundamento de su santidad. Su profunda humildad. Podríamos preguntarnos en que consistía esta humildad. Es muy significativa la “turbación” que le causa el saludo del ángel. Ante el misterio de la gracia, ante la experiencia de una presencia particular de Dios que fija su mirada en ella, María experimenta un impulso natural de humildad, literalmente de humillación. Es la reacción de una persona que tiene plena conciencia de su pequeñez delante de la grandeza de Dios”.

Juntamente con Jesús, modelo ideal, con María la mujer modelo, tenemos también otros ejemplos a imitar, los ejemplos de “la puerta de al lado”, parafraseando al Papa Francisco, seguidores de Cristo y de María, y que son los hermanos que a lo largo de su vida dieron un ejemplo de humildad y llevaban a la práctica lo que dice san Benito: no quieren que les digan santos antes de serlo, sino ser primero santos, para que luego se lo puedan decir con verdad” (cf. RB 4,62).

Dice san Bernardo: “Cuando el Señor dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el esfuerzo del camino y el premio al esfuerzo. A la humildad se le llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad, el premio al esfuerzo. ¿Cómo sabes tú que este pasaje se refiere a la humildad, cuando él dijo de una manera indefinida: “yo soy el camino”? Escucha más concretamente: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Se propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si le imitas no caminas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida”. (Los grados de la humildad y de la soberbia, 1,2)

 

 

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