domingo, 14 de mayo de 2023

CAPÍTULO 36, LOS HERMANOS ENFERMOS



CAPÍTULO 36

LOS HERMANOS ENFERMOS

 

Ante todo, y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna. 7 Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre. 10 Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos.

 

“Ante omnia et super omnia”

Ante todo, y por encima de todo, nos dice san Benito, debemos cuidar a los enfermos. Ya nos habla antes, de la solicitud del mayordomo hacia ellos, al recomendar los gastos de la comida, de sus debilidades físicas. San Benito es sensible a la enfermedad, a la debilidad y la vejez. Nos sitúa en este capítulo en los dos papeles: como monjes solícitos hacia el enfermo, y cómo los enfermos no deben contristar con sus exigencias a los hermanos que los atienden.

La vejez, los hermanos ancianos son una riqueza para la comunidad. Ciertamente, cada uno envejece de la manera que ha vivido, y las reacciones son diferentes. Hay quien acepta positivamente, con bondad, y quien la rechaza o se rebela queriendo seguir en activo una vida comunitaria. No es un capítulo fácil de llevar. En los monasterios todavía convivimos con los hermanos grandes sin sucumbir a la moda de apartarlos, o incluso llegar a olvidarlos, lo cual es positivo y una riqueza para la comunidad.

San Juan Pablo II fue muy sensible con los enfermos y con la vejez. Escribe en su encíclica Salvifici Dolors:

“La parábola del Buen samaritano pertenece al evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser nuestra relación con el prójimo que sufre. No nos está permitido “pasar de largo”, con indiferencia, sino que debemos “detenernos” junto a él. Buen Samaritano es todo hombre, que se detiene junto al sufrimiento de otro, del género que sea. Este detenerse no significa curiosidad sino disponibilidad. Es como abrirse con una determinada disposición interior de corazón, que es también una expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno; el hombre que “se conmueve” ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta “conmoción” quiere decir que es importante para nuestra actitud ante el sufrimiento ajeno. Por tanto, es necesario cultivar en si mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión con el que sufre. A veces, esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre” (SD, 28)

En una comunidad siempre hay alguien que tiene una responsabilidad concreta respecto al enfermo o el anciano; un hermano diligente y solícito, temeroso de Dios y servidor de los demás. Vigilar, junto a un hermano en agonía, en sus últimas horas puede ser agotador, pero a la vez de una extraordinaria riqueza; acompañar a alguien en los últimos momentos de la vida crea un vínculo especial de manera que casi se puede decir que vivir tal situación es un verdadero regalo de Dios. Por un lado, estar junto a quien sufre, de otra vivir el paso a otra vida es percibir como se abre la puerta al misterio de la salvación. Es el momento al que alude Juan Pablo II cuando dice: “Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada se nos da la gracia y la fuerza para unirnos con más amor al sacrificio y participar con más intensidad en su proyecto salvífico” (Carta a los ancianos, 13)

San Benito es consciente que el enfermo o el anciano debe dar testimonio de su fe en las circunstancias adversas, no contristando con sus exigencias y pensando que es por el honor de Dios que es servido. A veces, cuando nos vemos limitados y se nos priva de hacer algo por nuestro bien, reaccionamos culpando a quien tenemos más cerca, y ponemos a prueba su diligencia, solicitud y temor de Dios. También el enfermo o anciano tiene sus derechos, sus obligaciones, derechos a ser atendidos, a cuidar su régimen alimentario para se repongan, a descansar, a la atención espiritual, pero también el deber de no contristar, ni exigir a quienes sirven, cosas fuera de lugar.

Escribía el Abad Mauro Esteva al respecto: “En el crepúsculo de la vida solo me queda la cruz que me ha acompañado con su fuerte peso, una cruz que no siempre he querido reconocer, y que a veces he cargado a otros, porque no he aceptado de buen grado, sino por fuerza, o tal vez he levantado nubes de humo para no verla, creando humorísticas compensaciones para ocultarla, que eran como marcas de opresión” (18 Septiembre 2023)

“Curam autem maximam habeat”

Tener el máximo cuidado, enfermar, envejecer, forman parte de la vida monástica; y que sea un capítulo más o menos agradable depende de diversos factores:

De la atención y cuidado que tiene la comunidad con los enfermos, pero a la vez. de la fortaleza de nuestra fe en el lento declinar de las fuerzas físicas. La enfermedad nunca es deseada; podríamos decir que es como un martirio.

Dios ¿nos pone a prueba? Dios no juega con nosotros; somos demasiado valiosos para Él. Pero nuestra fe, como la del paciente Job, no es para vivirla solamente cuando la vida nos sonríe, sino en cada momento de nuestra existencia terrena. Como escribe san Juan Pablo II : “Hay algunos ejemplos de situaciones que llevan el signo del sufrimiento sobre todo moral que llevan: peligro de muerte, el escarnio, la irrisión hacia el que sufre, la soledad, el abandono” (SD,6)

Estos son campos de actuación en la enfermedad y en la vejez, para acompañar, compartir, animar y socorrer. Con el máximo cuidado, para que no sufran, como dice san Benito.

Atender al enfermo como el Buen Samaritano (cf Lc 10,33), soportar la enfermedad con la paciencia de Job (cf Jb 42,2), dar gracias al Señor por la mejora en la salud, agradecer por la curación de la lepra (cf Lc 17,16), siempre confiados en la resurrección, como Marta junto al sepulcro de Lázaro (cf Jn 11,27)

San Bernardo afirma: Dios no puede sufrir, pero puede compadecerse” Dios, la Verdad  y el Amor en persona, ha querido padecer por nosotros; se hizo hombre para poder compartir con el hombre de manera real, en carne y sangre. En cada sufrimiento humano hay, de entrada, alguien que comparte el sufrimiento y da soporte, en cada sufrimiento, se da consuelo, el consuelo del amor partícipe de Dios para hacer nacer la estrella de la esperanza (cf Spesalvi,39)”  (Mensaje del Papa Benedicto XVI en la XIX Jornada Mundial del Enfermo, 11 Febrero 2011).

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