CAPÍTULO 69
NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO
Debe
evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro
en el monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni
en el caso de que les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se
permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en
una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con
gran severidad.
Es una parte de la Regla que se añadió a una primera redacción, como sugiere el ca. 66,6:
“Queremos
que esta Regla se lea a menudo en comunidad para que nadie pueda alegar
ignorancia”.
No
es un capítulo menor, al que vendrán a añadirse algunos más, como si san Benito
se hubiera olvidado algún tema interesante.
De
hecho, entre los últimos capítulos está el 72, dedicado al buen celo, que viene
a ser como un compendio a toda la Regla, como una joya de toda la Regla.
La disposición de este capítulo situado entre el referido a “pedir a los hermanos cosas imposibles” y el de que “nadie se atreva a pegar a otro hermano”, puede dar una cierta idea de unidad. En resumen, que no debemos tomar partido a favor o en contra de nadie, sobre todo si pasa por la mente de llegar -Dios no lo quiera- a una agresión física.
¿Qué nos puede llevar a defender o a agredir a otro? Posiblemente unas relaciones personales mal planteadas. Sería una muestra de que vivimos con animadversión y pasiones. Las dos posibilidades no son propias de monjes y a la vez son `perjudiciales para una vida comunitaria.
La relación entre los
monjes debe ser fraterna en el sentido evangélico del término. Pensemos siempre
en el ejemplo de la primitiva comunidad apostólica, donde, ciertamente, había
lazos de afecto, y no siempre exentas de situaciones que podían ser
conflictivas.
El libro de los Hechos
de los Apóstoles nos habla algo de estos conflictos, que venían a ser
tendencias o maneras de vivir la fe desde un judaísmo camino del cristianismo;
conflictos entre el centro y la periferia; conflictos entre el poder político
dominante tanto a nivel religioso como político; conflictos sobre intereses
económicos, entre grupos y personas, entre lideres y miembros de las
comunidades; conflictos entre lideres de las generaciones, entre tradición y
fe….
La misma comunidad,
estando Jesús presente, presenta conflictos. Basta con pensar en la reacción de
los apóstoles delante de la petición de la madre de Santiago y de Juan, de
ocupar los primeros puestos del Reino (cf Mt 20,20)
O cuando el Resucitado,
junto al lago de Tiberiades, va confiar a Pedro la primacía, y éste se revuelve
al observar que les seguía el discípulo amado. O cuando discuten por el camino
sobre quien era el más importante…
El documento titulado “La vida fraterna en comunidad” del actual Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica dice:
“Las comunidades, por tanto, no pueden evitar todos los conflictos; la unidad que han de construir es una unidad que se establece al precio de la reconciliación. La situación de imperfección de las comunidades no debe desanimar. Y añadía:
“La vida fraterna en común exige, por parte de todos, un buen equilibrio psicológico sobre la base del cual pueda madurar la vida afectiva de cada uno. Un componente fundamental de esta madurez es la libertad afectiva, gracias a la cual el consagrado deviene maestro de su propia vocación, y maestro según su vocación. Solamente esta libertad y madurez permiten vivir precisamente la afectividad, tanto dentro como fuera de la comunidad. Amar la propia vocación, sentir la llamada como una razón válida para vivir y acoger la consagración como una realidad verdadera, bella y buena, que comunica verdad, belleza y bondad a la propia existencia; Todo esto hace a la persona fuerte y autóctona, segura de la propia identidad, no necesitada de soportes ni otras compensaciones; incluso de tipo afectivo; y refuerza el vínculo que une el consagrado con aquellos que comparten con él la misma llamada” (La vida fraterna en comunidad, 37)
Y si esta defensa de un hermano o una animadversión llevase a una agresión, fruto de una afectividad desordenada, el conflicto interior no es pequeño. En una comunidad nos une una misma vocación; una misma llamada vivida de maneras diversas, en momentos muy diversos, pero que responde a un único Señor, a Dios que nos llama cuando quiere, donde quiere y de la manera que quiere. No venimos a vivir con un u otro hermano por afinidades personales. El amigo es Cristo y esta amistad es para ser compartida y no vivida en exclusividad o celotipias.
Escribe Dom Dismas de
Lassus, Prior de la Gran Cartuja:
“Ninguno discute que la renuncia forma parte del camino de la vida espiritual. Pero no renunciamos por renunciar, sino que lo hacemos para obtener un bien más grande.” (Los riesgos de la vida religiosa)
Escribía san Elredo: “cuando ya estés seguro que nada inconveniente te pedirá u ofrecerá tu amigo, que considera la amistad como una virtud, no como un lucro, que huye de la adulación y detesta la permisión, que actúa con libertad, pero conservando la discreción, que es paciente en la corrección y firme y estable en la dilección, entonces sentirás aquella dulzura espiritual, es decir, “¡Que bueno y agradable es vivir juntos todos los hermanos!” (Sal 133,1) (La amistad espiritual).
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