CAPÍTULO 30
CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS
Cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera
apropiada. 2Por tanto, siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no
llegan a comprender lo que es la excomunión, cometieren una falta, 3serán
escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se
corrijan.
Evidentemente este capítulo que fa referencia a la corrección de
los niños no lo aplicamos en la actualidad. Primero, porque no hay niños en el
sentido estricto del término, pero quizás tendríamos que reconocer que en cada
uno de nosotros continúan las huellas de niño que hemos sido, y que en
ocasiones permanecen.
Ahora bien, en un sentido más profundo, la vida monástica supone
un nuevo nacimiento en el Espíritu, que tiene su propio crecimiento, su
infancia, adolescencia y su propia madurez. Nos los dice el Apóstol en su carta
a los Corintios: “no os pude hablar como
a hombres que se dejan guiar por el Espíritu, sino como a hombres que se guían
por sí mismos, siendo todavía infantes en Cristo. Os di leche, y no alimento
sólido, porque no lo podíais asimilar. De hecho, tampoco ahora podéis, pues vivís
de una manera terrenal. Vuestros celos y desavenencias ¿qué son sino un comportamiento
terrenal y humano?” (1Cor 3,1-3)
En la comunidad convivimos jóvenes y ancianos en edad y en
espíritu, y ante esta diversidad, presente en toda comunidad cristiana, y
también en toda comunidad monástica, san Benito enuncia un principio
fundamental que cada persona tiene que adaptar en su momento espiritual, en su
propia capacidad de comprensión y de discernimiento, teniendo como referencia y
modelo al mismo Cristo. Nos conviene a cada uno reconocer el estado en que nos
encontramos, y admitir que debemos crecer y venir a ser hombres adultos en la fe, responsables de
la propia vida, lo que supone tener una cierta idea de lo que nos conviene y de
lo que tenemos que renunciar.
“Cada edad
y cada entendimiento pide un tratamiento adecuado”, es el principio general que san Benito enuncia en el capítulo,
y que en este caso concreto aplica a los niños. San Benito distingue a los
monjes por la edad y por el juicio, lo que viene a decirnos que para él la edad
no siempre es sinónimo de sabiduría. Ya en el capítulo 3º nos dice: por
eso hemos de llamar todos a consejo, porque a menudo el Señor revela al más
joven lo que es mejor” (RB 3,3)
¿Por qué parece que no terminamos de aprender?, ¿por qué caemos
siempre en las mismas dificultades?, ¿por qué no vamos creciendo en la medida
en que deseamos crecer? Un día u otro
todos caemos en estas situaciones negativas. No vemos claro y no entendemos el
por qué. Es entonces cuando nos
encontramos en un momento importante de nuestra existencia, cuando podemos
hacer experiencia de estar salvados, incluso a pesar de nosotros mismos. Des de
la oscuridad, la incomprensión o incluso el dolor podemos llegar a ser felices
de encontrar en nuestro camino Aquel que siempre sale a nuestro encuentro, pero
de manera especial en los momentos de dificultad. No podemos hacer nunca
nuestro camino solos, pues desconocemos la ruta a seguir; solamente Cristo nos
puede ayudar, tomándonos de la mano y llevarnos allá donde queremos ir, pero
desconociendo por donde tenemos que pasar. Y esta escucha de Cristo nos pide
ser fieles al Oficio Divino y a la escucha de la Palabra.
“Cada edad y cada
entendimiento `piden un tratamiento adecuado”. Esta frase de san Benito
viene a ser una regla de discernimiento que nos invita a profundizar en la
humildad y la bondad cuando estamos viviendo la aventura singular, única e
individual de la vocación, vivida en comunidad. Integrar estas dos dimensiones
que cita san Benito, la edad y el entendimiento es algo clave en nuestra vida.
El signo de la madurez de un monje es la capacidad de aceptar su debilidad. La
comunidad esta entretejida también por nuestras debilidades y errores. No
entramos al monasterio porque somos perfectos, sino que más bien el Señor atrae
aquellos que tienen necesidad de perfección. Por esto la Regla propone la
comunidad como una escuela donde todos estamos para aprender; por lo tanto, no
será extraño que a veces que se presenten circunstancias que pidan una
corrección para la conservación de la caridad.
Estos capítulos que hemos escuchado esta semana, el llamado
“Código penal”, son una prevención contra todo lo que puede amenazar la
vitalidad más profunda de la comunidad. San Benito nos ha hablado de la medida
de la excomunión, del castigo de las faltas consideradas graves y de la
incomunicación, pero a la vez de la misericordia hacia el ex-comunicado, de la reincidencia en la falta y del alejamiento
del monasterio como castigo extremo, y la posibilidad de retornar al
reconocernos pecadores; porque la finalidad última es hacernos cambiar de
actitud, convertirnos y no aniquilarnos.
Los capítulos sobre la excomunión de la vida de la comunidad
revelan en sí mismos un profundo sentido de comunidad. El que es ex-comunicado
es el que está separado de la comunión con sus hermanos por una actitud opuesta
a la vida común. A pesar de su carácter duro, el código penal de la Regla nos
muestra una equilibrada actitud para llegar a convivir y contemplar con
compasión las debilidades de cada uno de nosotros, primero las nuestras, y
después, en todo caso, las de las demás.
Todo el sentido de la vida comunitaria nos invita a ayudarnos en el
camino de conversión en conformidad con nuestra imagen y la de Cristo. Escribía
Tomás Merton:
“no es
suficiente alejarnos disgustados de nuestras ilusiones faltas y errores para
separarnos de ellas, como si no existiesen, y como si nosotros fuésemos otra
persona. Esta clase de auto-aniquilación es solamente una ilusión, o peor, una
falsa humildad que cuando nos lleva a decir “no soy nada”, lo que en realidad
quiere decir es “querría no ser el que soy”.
Esto puede
surgir de la experiencia de nuestras deficiencias y de nuestra impotencia, pero
no nos trae paz. Para conocer verdaderamente nuestra mezquindad tenemos también
que aprender a amarla, y no podemos amarla si no la vemos como algo buena, y no
la podemos ver como buena si no la aceptamos” (Pensamientos de la soledad.
Aspectos de la vida espiritual, IX)
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