CAPÍTULO 44
CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS
El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por
faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio
permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la
cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio.
3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho
suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará
a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5
Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que
el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni
lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en
todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el
mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el
abad que cese ya en su satisfacción. 9 Los que por faltas leves son
excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que
reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán haciendo hasta que les dé su
bendición y les diga: «Bastante».
La
exclusión significa que el lazo de confianza se ha roto; por este motivo hay
que recuperarlo. San Benito pide, para conseguirlo, que haya una reparación,
como condición fundamental, en toda verdadera relación, para restablecer la
confianza. No se puede actuar como si no hubiera pasado nada, pues no sería
respetuoso, ni con la persona ni con la comunidad que ha sido herida, ni con el
hermano que ha cometido la falta. Si se multiplican este tipo de situaciones,
lentamente toda la comunidad se debilitaría, pues la confianza es un aspecto
fundamental en la relación comunitaria. Confianza y responsabilidad de cada uno
en la parcela que le ha sido asignada y en lo que se le encomienda. Si se rompe
la confianza por falta de responsabilidad, toda la comunidad se siente herida y
se necesita tiempo para la cicatrización y la reparación.
Escribía
san Juan Pablo II:
“quien desee indagar el misterio del
pecado no podrá dejar de considerar esta concatenación de causa y efecto. Como
ruptura con Dios, el pecado es un acto de desobediencia de una criatura que, al
menos implícitamente, rechaza a Aquel de quien va salir y que le mantiene en la
vida. Es, por tanto, un acto suicida, ya que por el pecado se niega a someterse
a Dios, su equilibrio interior se rompe y vienen a desarrollarse las
contradicciones y conflictos en la vida. Roto de esta forma, el hombre provoca
casi inevitablemente una ruptura en sus relaciones con los demás hombres y con
el mundo creado. Es una ley y un hecho objetivo que pueden comprobarse en
tantos momentos de la psicología humana y de la vida espiritual, así como en la
misma vida social, en donde fácilmente pueden observarse repercusiones y
señales de desorden interior. El misterio del pecado se compone de esta doble
herida, que el pecado obra en si mismo y en relación al prójimo. Por lo tanto,
se puede hablar de pecado personal y social. Todo pecado es personal bajo un
aspecto; bajo otro, es social en cuanto tiene unas consecuencias sociales” (RP,
15)
La
reparación es muy importante, porque cuando hemos cometido una falta tomamos
conciencia de que nos conviene recuperar la nuestra autoconciencia, la
confianza de la comunidad y nuestro lugar en ella. La reparación puede llevar
tiempo, no se puede hacer con prisas, con ligereza. Es necesario respetar el
camino, las etapas para garantizar la fiabilidad, la sinceridad y la solidez.
Tiene que permitir reconstruir, reconsiderar qué es lo que amamos cuando
hacemos un pequeño gesto, una vaga excusa, como signo de reparación que pueda
ser una referencia para los demás.
Para san
Benito si ha habido falta debe haber reparación, no habla de castigo sino de
reparación y satisfacción. El acento no se pone en la falta y el culpable, sino
sobre lo que se ha roto y que es preciso reparar. Aquel que ha sido excluido de
la mesa y del oratorio, o él mismo es quién se ha excluido, ha roto algo que va
más allá de su persona; ha tocado el corazón de la comunidad, que ha sido
herida por uno de sus miembros enfermo. Entonces es preciso reparar la comunión
entre los miembros de la comunidad. San Benito no dice cómo reparar, la clave
nos la da en el centro del capítulo cuando nos dice que cuando sea oportuno se
le haga comparecer, se lance a los pies de todos, es decir reconociendo
humilmente la falta. Y solamente si se contempla la reparación se le admitirá
habiendo recibido la plegaria de toda la comunidad, pero, mientras tanto, no
atreviéndose a hacer nada si no se le manda.
San
Benito pone el acento en la humildad y en la plegaria, fundamentos de comunión,
rota a menudo por nuestra soberbia y orgullo. Para hacer este paso necesitamos
la fuerza de la plegaria y la fuerza del Espíritu. San Benito pide a la
comunidad que ore por aquel que ha fallado. Solamente, cuando estemos
dispuestos a que oren por nosotros, podemos tener confianza para salir de la
espiral de las faltas. El problema fundamental es que nos cerramos en nosotros
mismos, creemos tener razón y estamos dispuestos contra todo el mundo para
defender lo nuestro a capa y espada. De aquí que san Benito apunte como un
camino el reconocimiento de nuestra propia miseria delante de los demás.
Escribía
san Juan Pablo II: “reconciliarse con
Dios, presupone e incluye desprenderse con lucidez y determinación del pecado
cometido. Presupone e incluye hacer penitencia en el sentido más completo del
término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, asumir la actitud concreta del
arrepentido, que es la de quien se pone en el camino de vuelta al Padre. Esta
es una ley general que cada uno ha de seguir en la situación particular en que
se encuentra. En efecto, no puede contemplarse el pecado y la conversión en
términos abstractos”. (RP, 13)
Ciertamente,
nuestra sociedad no se caracteriza por la valoración del sentimiento de culpa.
Parece que hoy todo es válido, y de aquí, por ejemplo, la grave crisis del
sacramento de la reconciliación en las comunidades religiosas.
Lo que
nos salva de la falta es la humildad, que nos permite reconocer que somos
falibles, pecadores y pequeños. Necesitamos volver a las pequeñas cosas,
reconociendo, por ejemplo, nuestro retardo al Oficio Divino, no prestándole
atención, descuidar la lectio divina… Pequeñas y no tan pequeñas cosas, ya que
la plegaria y el contacto con la Palabra de Dios, juntamente con el trabajo son
el centro de nuestra vida.
No es
cuestión de dramatizar, sino de tomar conciencia, de comprender que si no nos
habituamos a pedir perdón por las pequeñas faltas, cada vez se nos hará más
difícil hacerlo por otras más grandes., y así vamos perdiendo el sentido de la
falta en perjuicio nuestro y de toda la comunidad.
Hoy nos
decía el Apocalipsis en Maitines: “estoy
a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a su
casa”. Es la imagen bíblica de la conversión que nos pide una actitud para
ir hasta la puerta, llamar y salir de nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario