CAPÍTULO 7,56-58
LA
HUMILDAD
El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y,
manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar,
57ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58y
que «el deslenguado no prospera en la tierra.
Leemos en el libro de los Proverbios: “quien mucho habla no vita la falta, el hombre sabio mide las palabras
(10,19) Llegamos al final del
capítulo sobre la humildad. Los últimos grados, 9, 10 y 11 se refier4en a la
palabra, al silencio y a la actitud. Quizás lo primero a tener en cuenta en
este texto es el vínculo que hace san Benito entre la actitud exterior y las
disposiciones interiores. Si tomamos como punto de partida la necesidad de
desarrollar un humilde comportamiento externo para conducirnos gradualmente a
una humildad interior real, el enfoque de san Benito es al contrario. Insiste
desde el inicio del capítulo en la actitud interior. En primer lugar, delante
de Dios, después en la gente que nos rodea y con la que vivimos en comunidad.
Si esta actitud existe y si está bien arraigada, afectara al comportamiento
exterior.
El monje que se describe en
el grado 12 es una persona unificada. No es alguno con actitudes opuestas a la
iglesia, al trabajo, a la comunidad o al exterior, sino quien mantiene la
serenidad, la paz interior, porque toda su identidad reside no en la imagen que
da de sí mismo, ni en la aceptación de los demás, sino en lo que hace delante
de Dios. La actitud descrita por san Benito con las palabras “siempre con la
cabeza baja, mirando a tierra”, no viene a ser una actuación teatral. Porque
esta es la actitud del publicano en el templo, como nos explica la parábola,
pero también es la actitud de la persona unificada, centrada en el misterio que
la habita, y que se dispersa con acontecimientos externos. El monje que ha
llegado al nivel de humildad descrito por san Benito, o que tiende o procura
por llegar, entrará en el templo con un talante de oración en lugar de
entretenerse mirando quien hay en los bancos, se centrará en el canto de
comunión en lugar de repasar con la mirada quien se acerca a comulgar.
El noveno grado de humildad consiste básicamente en el amor al
silencio que lleva a dominar la lengua y a hablar tan solo cuando se le pregunta.
Si no hay este amor al silencio todas las normas relativas al tema que nos
ocupa serán inútiles. Este amor al silencio es el signo externo de una persona
unificada e indivisa. Todas las actitudes de humildad descritas por san Benito
en este largo capítulo, incluida la práctica del silencio, no se conciben como
ejercicios de ascetismo pensados para formarnos gradualmente, y menos todavía
como medios de sumar méritos. Se trata de amor.
Un amor que ha de existir desde el primer momento en que somos llamados
al Señor, pero que sobre todo ha de animar gradualmente nuestra conducta.
San Benito, como hombre práctico viene a decirnos que a medida que
este amor penetra, forma y transforma nuestra acción, todo lo que podríamos
haber completado al principio por miedo al castigo o por deseo de una
recompensa celestial, todo eso lo realizaremos con más naturalidad, por amor a
Cristo. Un programa bien completo, una guía para nuestra vida.
San Juan Clímaco en su Escala Espiritual, nos habla de una manera
admirable del silencio, y nos recuerda lo peligroso que es juzgar al prójimo, y
cómo este vicio, con la locuacidad es el asiento de la vanagloria, sobre la
cual se descubre y se nos muestra; la muestra de la ignorancia, la puerta de la
calumnia, el servidor de la mentira, el artífice de la pereza, el destierro de
la meditación y la destrucción de la plegaria. Mientras que el silencio es la
madre de la oración, la objeción a la distracción, examen de los pensamientos,
atalaya de los enemigos, incentivo de la devoción, compañero permanente de las
lágrimas, recordatorio de la muerte, enemigo de la presunción, esposo de la
quietud, adversario de la ambición, auxiliar de la sabiduría, obrador de la
meditación, progreso hacia un acercamiento progresivo a Dios. Quien conoce sus
pecados cuida su lengua, pero quien mucho habla no se conoce bien. El amante
del silencio se acerca a Dios, y en el secreto de su corazón reconoce su luz.
San Juan Clímaco nos pone el ejemplo del silencio de Jesús que confundió a
Pilatos, mientras que san Pedro con una sola palabra ya tuvo motivos para
llorar. Escribe Juan Clímaco: “Hablaba yo
con un gran hombre acerca de la paz de la vida solitaria, la opinión del cual tenía
un gran valor para mí. La murmuración me decía, conviene recordar que se
engendra en el hábito del mucho hablar o en la vanagloria… El que se ocupa de
la muerte recorta sus palabras; y quien consigue la virtud de la aflicción del
alma, huye de la murmuración como del fuego. El que ama la soledad permanece
callado, pero quien se complace en el trato con los hombres, es sacado de su
celda a causa de su pasión. Pocos hombres pueden refrenar su lengua u afrontar
tan peligroso enemigo”
La regla en el capítulo 6 se refiere expresamente al silencio;
también en el capítulo 42 da unas directivas prácticas en lo referente a las
horas nocturnas; hay, por lo menos, otros diez capítulos, entre el 4 y el 67,
que se hace mención del silencio. Un tema que se trata también en otros
pasajes, de manera más indirecta, como por ejemplo cuando la Regla se pronuncia
sobre la oportunidad de las conversaciones, o cuando condena la murmuración. El
silencio es para san Benito una disposición a no dejarse dominar por las
pasiones, por las tentaciones, o por descuido; siendo esto último con
frecuencia, un enemigo tanto más temible cuanto que te una apariencia de
inocencia. El silencio está presente en todas partes y se sobrentiende en todo
lo que la Regla pide al monje. El monje es, en efecto y antes que todo, según
la Regla, un hombre con el deseo e volver a Dios, de convertirse, de salvarse.
Consciente de que, sin ayuda, no sabe ni puede nada, y a partir del momento en
que es “tocado” por Dios ve, es una luz viva, que ha de permanecer siempre
plena de dinamismo y de vigor, disponiendo de armas aptas, que necesita
mantener en buen uso. La moderación, la discreción, la prudencia, es el arte
que debe adquirir el monje. Con el silencio, tanto del alma como de los labios,
el monje escucha solo al Señor y al abad que le representa, así como también a
todos los hermanos. Porque el monje es aquel que busca a Dios con todas sus
fuerzas.
En la Regla hay una lógica interna que, completando sus
referencias al silencio muestra con elocuencia hasta qué punto el silencio es
constitutivo de la personalidad del monje. Escribe un autor monástico: “siempre que te sea posible, con exacta
obediencia y perfecta caridad evitarás estas cuatro cosas que son los
obstáculos más grandes al silencio interior y que hacen imposible la
contemplación habitual: el ruido interior, las discusiones interiores, las
obsesiones y las preocupaciones sobre ti mismo… Tus dificultades vienen de tu entorno,
de tu preocupación, de tus propias miserias físicas y morales; o quizás de las
tres cosas a la vez” (Las puertas del
silencio, por un cartujo)
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