CAPÍTULO XI
COMO
HAN DE CELEBRARSE
LAS VIGILIAS DE LOS DOMINGOS
LAS VIGILIAS DE LOS DOMINGOS
1Los domingos
levántense más temprano para las vigilias. 2En estas vigilias se mantendrá
íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis salmos y el verso, tal
como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y por orden en los
escaños, se leen en el libro, como ya está dicho, cuatro lecciones con sus
responsorios. 3Pero solamente en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo
cante; y cuando lo comience se levantarán todos con reverencia. 4Después de las
lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los
anteriores, y el verso. 5A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones
con sus responsorios, de la manera como hemos dicho. 6Después se dirán tres
cánticos de los libros proféticos, los que el abad determine, salmodiándose con
aleluya. 7Dicho también el verso, y después de la bendición del abad, léanse
otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento de la manera ya establecida.
8Acabado el cuarto responsorio, el abad
entona el himno Te Deum laudamus. 9Y, al terminarse, lea el mismo abad
una lectura del libro de los evangelios, estando todos de pie con respeto y
reverencia. 10Cuando la concluye, respondan todos «Amén», e inmediatamente
entonará el abad el himno Te decet laus. Y, una vez dada la bendición,
comienzan el oficio de laudes. 11Esta distribución de las vigilias del domingo
debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o de verano, 12a no ser que,
¡ojalá no ocurra!, se levanten más tarde, y en ese caso se acortarán algo las
lecturas o los responsorios. 13Pero se pondrá sumo cuidado en que esto no
suceda. Y, cuando así fuere, el causante de esta negligencia dará digna
satisfacción a Dios en el oratorio.
San Juan
Pablo II escribía que “la resurrección de
Jesús es el dato original en el que se fundamenta la fe cristiana (cf 1Cor
15,14): una gozosa realidad percibida plenamente a la luz de la fe, pero
históricamente testificada por los que van a tener el privilegio de ver al
Señor resucitado; acontecimiento que no solo sobresale de manera absolutamente
espectacular en la historia de los hombres, sino que está en el centro del
misterio de los tiempos. En efecto, como nos recuerda la sugestiva liturgia de
la noche de Pascua, el rito de preparación del Cirio Pascual, Cristo es “el
tiempo y la eternidad”. Por esto, conmemorando no solo una vez al año, sino
cada domingo, el día de la Resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada
generación lo que viene a ser el eje central de la historia, y con el que se
relaciona el principio y el destino final del mundo”. (Dies Domini, 2)
Estamos en el corazón de la larga serie de capítulos de la Regla que
describen la organización del Oficio Divino según las diferentes horas del día
y de la noche, los días y las diferentes estaciones del año. En los tres
primeros capítulos de esta serie, en que san Benito describe la celebración del
Oficio de la noche, en invierno y verano, y la forma de distribuir los salmos,
ahora viene a destacar la celebración del domingo. Ciertamente, no hay un
capítulo especial de la Regla dedicado al domingo, pero también es cierto que
encontramos diversos pasajes de la Regla que permiten descubrir la importancia
que tenía el primer día de la semana para san Benito. En particular está el
capítulo 48 que trata de hecho del equilibrio del día monástico, y donde san Benito
nos dice que el domingo todos se dedicaran a la lectura excepto los que están
al cargo de servicios muy concretos. En nuestras sociedades modernas el domingo
se percibe como un día de descanso en relación con el libro del Génesis cuando
habla del día séptimo, en línea con la tradición judía. Pero si para el monje
el domingo es un día de descanso, hemos de considerar que no sea como otro día
cualquiera, porque no lo es. En este día, que no es el último día de la semana,
sino el primero, recordamos y celebramos de manera muy especial la Resurrección
del Señor. Como nos dice san Juan Pablo II, cada domingo celebramos la Pascua.
Por esto ha de ser un día de descanso, pero contemplativo, es decir, descansar
en Dios, no de Dios, lo que es concreta litúrgicamente en la Eucaristía
dominical y en la Lectio divina. La lectura de la Palabra de Dios debería ser
nuestra actividad principal. Una lectura ya experimentada en el Oficio, un
Oficio particularmente rico.
La historia de la liturgia nos enseña que, según una antigua tradición
monástica, todavía en vigor en el tiempo de san Benito, durante la noche del
sábado al domingo, hasta el primer canto del gallo se estaba en oración. San
Benito destacando este oficio nocturno, propone incluso levantarnos antes de lo
habitual, para hacer posible una salmodia y unas lecturas bíblicas y
patrísticas mas largas y numerosas. San Benito siempre tan práctico y conocedor
de nuestras debilidades, teniendo en cuenta el sentido común, nos recuerda que
en ocasiones no nos levantamos, lo cual es poco excusable en un día tan
especial como el domingo.
San Benito incluye unas breves expresiones que manifiestan el significado
de la presencia de Dios para animar todo el Oficio. Por ejemplo, cuando nos
dice que se canta el Gloria al final de la cuarta lectura, todos se levantan
con reverencia; o cuando el abad lee el Evangelio todos estarán de pie, y
escucharán con respeto la Palabra de Dios. De hecho, al final del tercer
nocturno, nosotros leemos el Evangelio del domingo, pero en la época de san
Benito no era así, sino que venía a ser uno de los relatos de la resurrección,
de acuerdo a una antigua tradición de la Iglesia primitiva., porque según la
tradición la lectura del Evangelio era una parte muy importante del oficio de
la Resurrección, que al principio estaba separado del Oficio nocturno. El Te
Deum concluye este Oficio con un espíritu festivo, previo a la celebración de
los Laudes, que san Benito contemplaba inmediatamente después del Oficio
nocturno. En resumen, que debemos tener muy presente que el Domingo es el día
de la Resurrección de Cristo, y que por tanto ha de ser un día festivo que nos
recuerde la alegría de ser cristianos y de ser monjes. El Domingo debe ser, en
primer lugar, un día dedicado a la Palabra de Dios, palabra que escuchamos en
la liturgia y que meditamos privadamente.
San Juan Pablo II en su carta
Apostólica sobre el Domingo recalca este carácter pascual del domingo diciendo:
“Celebramos el domingo la venerable
Resurrección de nuestro Señor Jesucristo; lo hacemos no solo en Pascua, sino
cada semana. Así lo comentaba a principios del siglo V el Papa Inocencio I,
testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde
los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del
“santo Domingo, honrado por la Resurrección del Señor, primicias de todos los
demás días”. San Agustín llama al Domingo “sacramento de la Pascua”. Esta
profunda relación del Domingo con la Resurrección del Señor se pone de relieve
con fuerza en todas las Iglesias, tanto en Occidente como en Oriente. En la
tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada Domingo es el día de
la Resurrección, y precisamente por eso es el centro de todo el culto. A la luz
de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente que el día del
Señor tiene sus raíces en la obra misma de la creación, y más directamente en
el misterio del “descanso” bíblico de Dios, con una referencia específica a la Resurrección
de Cristo, para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano,
que cada semana propone a la consideración de los fieles el acontecimiento
pascual de donde brota la salvación del mundo”. (Dies Domini 19)
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