CAPÍTULO
54
SI
EL MONJE HA DE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA
El monje no le está
permitido de ninguna manera recibir, ni de sus padres, ni de cualquier otra
persona, ni de entre los monjes mismos, cartas, eulogias, ni otro obsequio
cualquiera, sin autorización del abad. 2 Y ni aunque sean sus padres quienes le
envían alguna cosa, se atreverá a recibirla sin haberlo puesto antes en
conocimiento del abad. 'Pero, aun cuando disponga que se acepte, podrá el abad
entregarla a quien desee. 3 No se contriste por ello el hermano a quien había
sido dirigida, para no dejar resquicio el diablo. 4 Y el que se atreviere a
proceder de otro modo, sea sometido a sanción de Regla.
En una sociedad
donde el valor de tanto tienes, tanto vales, la observación de san Benito nos
puede sorprender. Sobre todo, si tenemos presente que es uno de los derechos
humanos inalienables, concretamente el art. 17 de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos, aprobada por Asamblea General de las Naciones Unidas el
10 de Diciembre de 1948, que se refiere al derecho a la propiedad, del que
afirma que nadie puede ser privado.
Hoy en nuestros
ambientes se busca tener más, no para sobrevivir, sino para acumular, y de aquí
los casos de corrupción que cada día abundan más, sin distinción de colores
políticos, en gente que tienen más de lo necesario para vivir, y para vivir
bien, por encima de la media de los ciudadanos. San Benito no va contra los
derechos humanos, no atenta contra ellos, pues la misma Declaración habla de la
propiedad individual y de la propiedad colectiva, y de no estar privados
arbitrariamente de una o de otra.
De hecho, san
Benito nos habla de otra cosa. En la Alta Edad Mediana san Benito establecía
para los monjes un plato en la mesa, un lecho, unas herramientas, vestidos, una
jornada de trabajo razonable, que venía a constituir unas condiciones de vida
por encima de la mayor parte de la población. También hoy, si lo analizamos,
vivimos bien, bastante bien. Además de lo que establece san Benito lo hemos
adaptado a los tiempos actuales, y tenemos siempre un coche a punto para
desplazamientos, un billete de avión o coche, para viajar, o cualquier cosa de
uso diario, que el cillerero se afana por proveernos, o el enfermero se si
trata de un medicamento o una visita médica.
San Benito no nos
habla de privarnos de lo necesario, sino mas bien de no abusar de la comida o
de la bebida… Sabe bien de las debilidades humanas, por esto pretende que
aprendamos a dominarnos, a convivir con nuestras debilidades, tanto físicas
como morales. Nos habla de simplicidad, de aprender a no depender de las cosas
materiales, objetivo importante para no distraernos de nuestro objetivo
permanente que es la búsqueda de Cristo.
Una de las muchas
patologías que nos afectan es la que se conoce como el “síndrome de Diógenes:
acumulamos cosas en la celda o en nuestro lugar de trabajo con la excusa del “por
si acaso”. El “caso” no llega nunca, i si llega no recordamos donde
lo tenemos aquello que necesitamos, entre tantos “por si acaso” que
hemos acumulado.
Todo esto es
anécdota. Lo realmente importante es buscar la sencillez, una vida equilibrada
en la que tanto el cuerpo como la mente y espíritu estén abiertas a Dios por
completo. El ideal de la vida benedictina concretado en la Regla manifiesta un
estilo de vida modesta, simple. Cada monje ha de recibir lo necesario teniendo
presente las necesidades y debilidades personales porque la mera privación crea
frustración. Se trata de saber que los bienes, las herramientas, todo lo que
utilizamos son bienes compartidos, propiedad colectiva, y eso significa
responsabilidad en su uso, porque lo que hoy utilizo yo, mañana lo hará servir
otro. Es muy pedagógico en la vida comunitaria dejar de lado aquel mal
pensamiento que dice: “después de mi el diluvio”. Una expresión que no
debe tener lugar en una vida comunitaria, cristiana y monástica. San Benito nos
quiere dejar claro que debemos usar los bienes materiales con desprendimiento,
no con desinterés, tratando todo como “vasos sagrados del altar”, como
recomienda san Benito cuando se refiere al mayordomo.
Vivir en el mundo
sin ser absorbidos por sus valores materialistas, mirar las cosas como parte
integrante de la creación, como dones de Dios. En la Declaración de nuestro
Orden se nos recuerda que debemos vivir siempre como cistercienses; pues Dios
no es una idea, ni un ideal, sino una realidad concreta, y solamente como una
realidad concreta podemos aspirar a relacionarnos con él. Dios no nos pide
cosas extraordinarias ni heroicidades, sino lo cotidiano vivido con la
intensidad de nuestros cinco sentidos.
Ninguna tarea es
más importante que otra, ningún monje más importante que otro. Si lo tenemos
presente quizás evitaremos el mal pensamiento de que alguno si me regala algo
me lo quedo porque pienso que soy quien me lo merezco; evitaremos hacer un uso
personal de aquello a lo que tengo un acceso personal por una tarea
encomendada. Pues todo ello nos lleva a situaciones que pueden ser dolorosas
para todos. También nos puede suceder
que si nuestra familia o conocidos tienen recursos los hagamos valer para
obtener lo que deseamos, ya no solo aceptando, sino incluso pedirlo.
La clave es la
simplicidad, responsabilidad, desprendimiento, generosidad, pensar en los
demás, no dar ocasión al diablo, no contristarnos nunca por estos temas. El
ideal cisterciense, escribe Ester de Waal, pone el acento en la simplicidad y
la modestia; garantizar las condiciones necesarias para una vida vivida en la
simplicidad que nos permita darlo todo a Dios. La consecuencia del deseo de
posesión, de acumular, es la dificultad de abrirnos a la experiencia de Dios;
de ninguna manera debemos permitir que este deseo nos posea a nosotros.
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