CAPÍTULO 7,34
LA HUMILDAD
El
tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda
obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se
hizo obediente hasta la muerte».
El
tercer grado de la humildad tiene un tono fuertemente cristológico. Como nos
sucede a menudo, una lectura apresurada nos puede mostrar un texto pesado, duro
y anacrónico, porque la misma palabra “someter” no suena bien. Pero el
trasfondo sigue vigente: Cristo es el modelo de obediencia, y el amor de Dios
el sentido de toda nuestra vida. Obediencia y humildad van juntas, pero debe
ser una obediencia libre, sana, sin miedo, con prontitud, sin murmuración ni
protesta, una obediencia por amor a Cristo. Pues si obedecemos murmurando o de mala
gana, no en la boca sino en el corazón, aunque cumplamos materialmente el
mandato, no será agradable a Dios, ni de provecho para nosotros.
El
texto cristológico de la carta a los Filipenses nos muestra a san Pablo que
tiene siempre ante sus ojos a Cristo. En esta carta el Apóstol nos está
diciendo que hemos de pensar, hablar y actuar de la manera que lo hizo
Jesucristo. Debe ser el objetivo de nuestra vida, lo que nos debe guiar y
marcar toda nuestra manera de vivir. Jesús lo dejaba todo en manos del Padre.
Éste debe ser nuestro sentido fundamental. Jesús renunció a su gloria, a su
majestad y autoridad, se rebajó… Todo esto lo hace por amor, para servir. Jesús
vivió como un siervo. Sirviendo a las personas de todos los niveles sociales,
sin acepción de personas. Ricas y pobres, observantes y pecadoras, poderosas y
marginadas… Todavía más: amó de una manera especial a los alejados de Dios, a
los pecadores, a los enfermos, a los pobres, y llamó amigo, y lavó los pies,
incluso a quien le entregó, como un ejemplo extremo de servicio, en este
rebajarse ante los apóstoles. La obediencia tiene un carácter marcadamente
comunitario, y en este contexto Jesús fue obediente al Padre para darnos la
salvación a todos los hombres.
El
tercer grado de la humildad es un signo claro de la entrega de nuestras vidas a
Jesús. Nuestra vocación exige que no sigamos la sabiduría y sugestiones de
nuestra naturaleza,
sino
que obedezcamos la ley del Espíritu. La obediencia no aniquila nuestra persona,
sino que nos hace más libres, nos asimila a Cristo y nos deja encontrar nuestra
verdadera identidad como hijos de Dios. En este grado, san Benito cambia un
poco el acento: si antes se trataba de la humildad como una actitud delante de
Dio, ahora nos la muestra como sujeción a una persona. Si queremos captar este
pensamiento en toda su profundidad nos encontramos con un profundo misterio que
solamente se ilumina con el ejemplo de la obediencia de Jesús. Entonces, nos
sentimos interiormente libres en el encuentro personal con Cristo.
La
obediencia sin límites de la que nos habla san Benito no es una obediencia
ciega ni antinatural, sino una obediencia que penetra todas las fibras de
nuestra persona. Practicarla es de una importancia decisiva para el monje que
busca tener un corazón puro, y ningún otro camino es más seguro para llevarnos
directamente hacia Dios. Se trata, pues de estar unidos, de colaborar, de estar
disponibles. Entonces, la obediencia adquiere una dimensión humana, que no mata
nuestra voluntad, ni nuestra libertad, sino que es una participación en la
obediencia de Cristo, siempre nuestro punto de referencia fundamental.
La
obediencia para san Benito es todo lo contrario a un mero someterse. Viene a
ser el eje de todo el itinerario monástico. Siempre en referencia al otro, a
hacer su voluntad, la del Padre, como Cristo, cuya vida estuvo marcada por una
obediencia total al Padre. El verdadero discípulo de Jesús cumple la voluntad
del Padre; por ello, para san Pablo la obediencia es el verdadero fundamento de
la salvación. Esta obediencia tuvo un eco extraordinario entre los monjes de
las primeras generaciones del monacato, que no se cansaban de invitar a una
obediencia a Dios, a la Escritura, al anciano espiritual, a la Regla, a los
hermanos. Y debe ser una obediencia
digna de Dios, agradable a él.
San
Benito sigue aquí la tradición de la espiritualidad cenobítica que considera la
obediencia como un elemento primordial, imprescindible, para la existencia de
la comunidad. Para la Regla la obediencia es renunciar al libre ejercicio de la
propia voluntad, imitando al Señor. Y para que sea perfecta debe practicarse
sin demora alguna, sin frialdad o murmuración, sin protestar.
Como
dice el Papa Francisco, la murmuración es una actitud que consiste en hacer
siempre el comentario definitivo para destruir a otro; es un pecado cotidiano
en la nuestra vida; nos encontramos murmurando a menudo, porque nos agrada esto
o lo otro, y en lugar de buscar la solución para buscar la salida a una
situación conflictiva, murmuramos en voz baja, pues no tenemos el valor de
hacerlo con claridad. Obedecer exteriormente no es suficiente si no va
acompañado de buena voluntad, porque al superior o el anciano se le puede
engañar, pero a Dios, no. Él sabe lo que hay en el nuestro corazón, en nuestro
interior.
Los
monjes debemos avanzar por este camino de renuncia a la nuestra voluntad, a
nuestro interés personal, para hacernos servidores de los hermanos en quien
debemos ver al mismo Cristo, que es para nosotros un modelo de obediencia y el
amor a Dios es lo que sentido a nuestra vida.
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