CAPÍTULO 7,59
LA HUMILDAD
El décimo grado de
humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está
escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».
Umberto Eco
pone en boca de su personaje, el monje benedictino Jorge, en la novela “El
nombre de la rosa”, estas frases: “El reír es debilidad, la corrupción la
insipidez de nuestra carne… El reír libera al campesino del miedo del demonio…
El reír distrae, por unos momentos, al campesino del miedo. Pero la ley se
impone a través del miedo, cuyo nombre verdadero es el temor de Dios… Al
campesino que ríe, en aquel momento no le importa morir, pero después, acabada
su licencia, la liturgia se vuelve a imponer, según el designio divino, el
miedo a la muerte”
San Benito enseña
a no reír fácilmente ni precipitadamente. ¿Quiere esto decir que debemos estar
tristes? No. Se refiere a la risa necia, grosera, simple, en la que tan a
menudo caemos en la tentación, y que nos lleva a perder el temor de Dios, que
debemos mantener siempre y no olvidarlo nunca (RB 7,10)
Nos lo dice
también san Benito en el capítulo VI dedicado al silencio. “Ya nos enseña el profeta, que si en
ocasiones debemos abstenernos de conversaciones buenas por razón del silencio,
mucho más debe ser la abstención de conversaciones malas, por el castigo del
pecado. Por tanto, aunque se trate de conversaciones buenas y santas y de
edificación, por la importancia del silencio que no se conceda a los discípulos
perfectos el permiso de hablar sino raramente, porque está escrito: “Si hablas
mucho no evitarás el pecado”. Y otro lugar: “la muerte y la vida están en poder de la lengua”
Por eso san
Benito condena a la eterna reclusión las groserías y palabras ociosas y que dan
lugar a la risa, y no quiere que abramos la boca para estas expresiones (Cf RB
6).
La “scurrilitas” que san Benito condena tan
severamente, es una disipación interior, ligera y vulgar que no se corresponde
con un tomarse la vida con seriedad, o un estar atentos a vivir cada cosa, cada
gesto, cada palabra o mirada, cada encuentro, incluso cada pensamiento en
plenitud. (cf P. Mauro Giussepe Lepori, La liturgia, centro e la vida
monástica, Lilienfeld, septiembre 2018)
Nuestra
alegría debe ser otra, porque su razón de ser, su origen es más profundo que lo
de una risa fácil. Porque la alegría, si no es para siempre no es verdadera
alegría. San Benito nos invita ya en el Prólogo a acoger cada día el nacimiento
de una nueva vida como un anticipo de la resurrección que tanto deseamos. Y en
este camino, empezamos cada día pidiendo tres veces que abra nuestros labios
para proclamar la alabanza del Señor. Es vivir ya desde el principio del día
aquel “ya si, pero todavía no” de la presencia de Cristo entre nosotros, y esta
vivencia nos lleva a vivir verdaderamente la alegría.
La humildad,
la pureza de corazón es el secreto de la alegría, porque la humildad vivida con
sinceridad no tiene nada que ver con la frustración. La frustración es
nostalgia, porque aquello que deseábamos
caprichosamente no lo hemos conseguido, y nos muestra que no hemos sido capaces
de renunciar por amor de Cristo, y eso todavía nos causa más amargura. Aquel
que es verdaderamente humilde vive en paz, porque se tiene como amado por Dios
y por los hermanos. Lo podemos reconocer por la claridad de su mirada, por la
sencillez de sus palabras, por la afabilidad en el trato; no hay afectación en
su comportamiento, no hay aspereza en él, ni necesidad de defender sus
derechos, y menos todavía de enfrentarlos con los de los demás.
Ciertamente,
la imagen de algunos de los hermanos que hemos conocido, nos vienen ahora a la
memoria y la identificamos con el verdaderamente humilde, y, por lo mismo,
alegre.
Nosotros
podemos pensar que la humildad que nos pide san Benito es entristecernos, menospreciarnos,
arrastrarnos…, y, por tanto, la rechazamos, nos defendemos apelando a una mal entendida dignidad, o nos
refugiamos en la risa necia, la bufonería egocéntrica o la jovialidad sin amor de la que hablaba
nuestro Abad General en Lilienfeld en Septiembre. Es todo eso que debemos huir de
ello, según san Benito.
Así como hay
una risa que viene de la amargura, de la frustración, de la falsa superioridad,
que nos hace olvidar el temor de Dios y lleva al infierno, también hay una
alegría buena que nos aleja de los vicios y nos lleva a Dios y a la vida
eterna.
Los monjes
debemos buscar esta alegría, que encontraremos en el amor ferviente, avanzando
a honrarnos los unos a los otros, soportándonos con gran paciencia nuestras
debilidades, tanto físicas como morales, obedeciéndonos con emulación
mutuamente, no buscando aquello que nos parezca útil a nosotros, sino para los
demás, practicando desinteresadamente la caridad fraterna, temiendo a Dios con
amor, no anteponiendo absolutamente nada a Cristo, al que deseamos que nos
lleve todos juntos a la vida eterna. (cf RB 72)
Una de las
tentaciones más serias que tenemos es la conciencia de derrota que nos hace
pesimistas, quejosos, desencantados, poniendo mala cara, incluso en una cosa
tan fútil como un plato en la mesa que no nos viene de gusto. Para superar esto
necesitamos ser conscientes de nuestras fragilidades y de las de los demás,
estar ciertos de que hemos recibido, de que tenemos el amor de Cristo, un amor
que tiene necesidad de ser mostrado, compartido. “Unidos a Jesús, buscamos lo que él busca, amamos lo que él ama” (EG
267)
Escribe
Umberto Eco: “El monje Jorge en voz baja… añadió -Juan Crisóstomo dijo que
Cristo nunca rio. -Nada en su naturaleza humana se lo impedía – observó el
franciscano Guillermo -, porque el reír, como enseñan los teólogos, es cosa
propia del hombre. Forte potuit sed non
legitur eo usus fuisse (seguramente pudo, pero en ninguna parte se lee que
fuera su costumbre) – dijo sin circunloquios el benedictino Jorge, citando a
Pedro Cantor. -Manduca, jam coctum est
(come que ya está aliñado). Murmuró Guillermo el franciscano. – Son las
palabras que, según san Ambrosio, pronunció san Lorenzo en la parrilla,
convidando a sus verdugos a que le diesen la vuelta, como también recuerda
Prudencio. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas con humor, aunque solo
fuera para humillar a sus enemigos. Replicando con un gruñido el monje Jorge
añadió -Lo que demuestra que el reír está bastante cerca de la muerte y de la
corrupción del cuerpo -he de admitir que su lógica era irreprochable, concluyó
Adso”.
San Benito
nos quiere siempre alegres, nos quiere siempre en camino, ceñidos nuestros
lomos con la fe y la observancia de las buenas obras, con la guía del
Evangelio, deseando de ver Aquel que nos ha llamada a su reino (Cf. RB. Pr.
21). En una tensión escatológica que no excluye de vivir con plenitud la vida
presente, sino que estimula a vivirla con mayor intensidad, conscientes de su
sentido final. Vivirla con alegría verdadera, sincera, no con cara de fruta
acida.
Tenemos la
tentación de entristecernos o de caer en la risa fácil. Ser felices, estar
alegres solamente lo conseguiremos poniendo en ejercicio la doctrina de Cristo.
La alegría cristiana debe caracterizar nuestra vida, no se puede reducir a un
día semanal o una determinada hora del día. La alegría del creyente debe
mostrarse siempre y tan solo se puede mostrar haciendo actual y de modo
permanente una palabra: servicio.
Servir, es el
camino de la felicidad, el de la santidad de cada día; así se transforma el
amor que recibimos de Dios en un amor a nuestros hermanos.
Nuestra
alegría será plena sirviendo con alegría. El Señor nos ha llamado al
monasterio, le hemos respondido positivamente, ¿qué más podemos pedir si nos
sentimos llamados y amados por él?
En palabra de
san Agustín: “nos ha prometido la vida
eterna, donde nada hay que temer, donde nada nos perturbará, de donde no
seremos excluidos, donde ya no moriremos, donde no lloraremos al que se va, ni
desearemos la llegada de nadie” (Sobre el Evangelio de Juan 32,9).
Que el Señor
nos ayude a vencer la tentación de la modorra, de la bufonería egocéntrica y la
risa fácil, y que nos llene la verdadera y única alegría que nos viene de su
amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario