CAPÍTULO 37
LOS ANCIANOS Y NIÑOS
A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina de por sí a
la indulgencia con estas dos edades, la
de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de
la regla. 2 Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se
atendrán al rigor de la regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se
tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas
reglamentarias.
Hijo mío,
cumple tu deber, ocúpate de él, envejece en tu tarea (Eclo 11,20
La vejez,
como la vida, es un regalo de Dios.
De nuevo san Benito nos habla de la edad y de la fragilidad que
comporta, de la debilidad de los niños y de los ancianos. No contempla san
Benito una relajación en el cumplimiento integral de la Regla.
Decía mi abuela que “es
triste hacerse viejo, pero es más triste no llegar a serlo”. Pero nosotros
no elegimos una u otra cosa. Es un don de Dios. Envejecer es algo que nos puede
suceder a todos; cumplir años no es un mérito nuestro, pero si lo es llegar con
los deberes hechos. Todo dependerá de como hayamos cargado la mochila de
nuestra vida. Si lo hacemos con flores de bondad, el servicio y el amor a
Cristo y a los hermanos, nos será más ligera, por el contrario, si hemos puesto
las rocas del egoísmo, la murmuración y la pereza espiritual se nos hará
agobiante avanzar hacia el final de nuestros días.
En la sociedad actual se calcula que quien nazca ahora llegará con
cierta facilidad a los cien años, es decir que la vida se alarga, pero esto no
implica que se alargue también la cualidad de la vida, pues en muchos casos la
ancianidad viene a ser un proceso que se alarga en un tiempo durante el cual se
van perdiendo facultades, tanto físicas como mentales; cuesta hacer lo que ante
hacíamos con facilidad, alguna parte del cuerpo ya no responde, se olvidan las
cosas… debilidades físicas y morales, que diría san Benito.
“La juventud y la flor de la vida
pasarán pronto (Ecl 11,10)
Convivimos con la vejez.
Una de
la tres grandes riquezas de nuestra vida comunitaria es la convivencia de
diversas generaciones biológicas y monásticas. Hemos tenido la suerte de
convivir con las primeras vocaciones venidas después de la restauración de la
vida monástica en Poblet el año 1940, por lo menos con las que ha sobrevivido y
han permanecido en el monasterio, ya que otras van abandonar la vida en el
monasterio. Una suerte, que nuestros hermanos mayores en el monasterio no
tuvieron porque el corte de 105 años de vida monástica impidió la sucesión
normal de las generaciones de monjes, a causa de la desamortización. Hecho que suplieron como pudieron,
agarrándose a la referencia a otros monasterios, a donde fueron a estudiar,
pues era importante ese punto de referencia.
“Inicia al joven en el camino que ha de
seguir: no se apartará ni en su vejez (Prov 22,6)
Necesitamos aceptar la vejez
Decía
san Juan Pablo II, en su Carta a los ancianos, que la vejez también tiene sus
ventajas porque atenúa el ímpetu de las pasiones, aumenta la sabiduría y la
capacidad de dar consejos más maduros, o
por lo menos así debería ser, pues no siempre sucede así, ya que depende de
como haya llegado a la ancianidad. Por experiencia familiar y de vida
comunitaria todos sabemos que no todos envejecen igual; hay quien lo acepta y
quien no; que se rebela y lo pasa mal; otros, en cambio, se hacen más
bondadosos. Todos podemos recordar ejemplos. Incluso los hay que desean
sentirse ancianos antes de tiempo, o al contrario, que no desea ser considerado
como tal.
Tampoco
nuestra sociedad favorece la valoración de la vejez; vivimos en una época
narcisista y autorreferencial, en la que más pronto o más tarde todo se
sustituye por algo más nuevo. No dejamos espacio al dolor, por la enfermedad o
el malestar, por el sufrimiento, por la vejez o por la muerte; nos inquieta y a
la vez nos da miedo. Es una época de “usar y tirar”; y la sociedad más que
convivir con los ancianos de manera familiar, a menudo los aparca en
residencias o sociosanitarios, donde poco a poco van quedando en el olvido.
Honrar a
los ancianos supone, decía san Juan Pablo II un triple deber: acogerlos,
asistirlos y valorarlos, y esto, de alguna manera lo hemos de ir logrando.
¡Oh muerte, eres bienvenida para el
hombre necesitado y con falta de fuerzas, para el anciano agotado que tiene
inquietud por todo, que se rebela y se le ha acabado la paciencia! (Eclo 41,2)
La vejez es la puerta de la eternidad
“Si la vida es una peregrinación hacia
la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en que se mira con más naturalidad
el umbral de la eternidad”. (CA,14)
El Señor
nos invita a vivir la vejez como un tiempo de gracia y de esperanza hacia una
vida mas plena. De nosotros depende vivirla o prepararnos para vivirla así.
Porque también podemos vivirla preocupados, angustiados, con miedos, protestas,
y, entonces, nos hacemos a nosotros
mismos un mal servicio, y peor a los hermanos. Como dice san Benito, es por el
honor a Dios que somos servidos y no debemos contristar con nuestras exigencias
a los hermanos. (cf RB 36,4)
“La corona de los ancianos es su
experiencia, y la veneración del Señor, su motivo de gloria” (Eclo 25,6)
La ancianidad es mirar el pasado con
gratitud y el futuro con esperanza.
La vejez
es también un tiempo para la reflexión. A lo largo de la vida hacemos el bien y
el mal, aciertos y errores, momentos agradables y desagradables… La ancianidad
es un tiempo que Dios nos da para reconciliarnos con nuestra propia historia,
analizándola con serenidad, que no implica necesariamente autocomplacencia,
pero también debe estar lejos de caer en una acusación de lo que hemos hecho o
dejado de hacer, de crearnos un sentimiento de culpabilidad que nos impediría
la serenidad necesaria para prepararnos para el encuentro con el Señor.
Nuestro
pasado no lo podemos cambiar, pero podemos cambiar nuestra manera de ver y
sanear nuestra memoria reconciliándonos con nosotros mismos y con Dios. Esto no
implica una huida triunfalista hacia adelante como si todo lo hubiéramos hecho
bien, ni tampoco una flagelación por los errores del pasado. Es preciso
practicar un arrepentimiento liberador, abriéndonos a la infinita misericordia
de Dios, no desesperando nunca de su misericordia. Él sabe realmente cual ha
sido nuestra vida, aunque nosotros hayamos escondido determinados aspectos ante
los demás y quizás también ante nosotros mismos.
“La ancianidad es la edad más hermosa
porque con ella llegamos a la vigilia el día eterno” decía san Juan
XXIII.
Escribe
Nancy Klein en el libre “La eternidad de las horas” recogiendo la reflexión de
unos candidatos a la vida cartujana delante de la muerte de un miembro de la
comunidad que “solamente existe el ahora
y la muerte. No hay nada más, hic et nunc. Como monje, además, cada día me
acerco más a la muerte”, decía el protagonista.
Preparémonos,
pues, por si el Señor nos concede llegar a la ancianidad, si nos hace este
regalo, y vivamos la vejez, si hemos llegado, con serenidad y generosidad,
siendo instrumentos del Espíritu.
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