domingo, 10 de febrero de 2019

CAPÍTULO 37 LOS ANCIANOS Y NIÑOS


CAPÍTULO 37

LOS ANCIANOS Y NIÑOS

A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina de por sí a la indulgencia con  estas dos edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de la regla. 2 Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas reglamentarias.

Hijo mío, cumple tu deber, ocúpate de él, envejece en tu tarea (Eclo 11,20
La vejez, como la vida, es un regalo de Dios.

De nuevo san Benito nos habla de la edad y de la fragilidad que comporta, de la debilidad de los niños y de los ancianos. No contempla san Benito una relajación en el cumplimiento integral de la Regla.

Decía mi abuela que “es triste hacerse viejo, pero es más triste no llegar a serlo”. Pero nosotros no elegimos una u otra cosa. Es un don de Dios. Envejecer es algo que nos puede suceder a todos; cumplir años no es un mérito nuestro, pero si lo es llegar con los deberes hechos. Todo dependerá de como hayamos cargado la mochila de nuestra vida. Si lo hacemos con flores de bondad, el servicio y el amor a Cristo y a los hermanos, nos será más ligera, por el contrario, si hemos puesto las rocas del egoísmo, la murmuración y la pereza espiritual se nos hará agobiante avanzar hacia el final de nuestros días.

En la sociedad actual se calcula que quien nazca ahora llegará con cierta facilidad a los cien años, es decir que la vida se alarga, pero esto no implica que se alargue también la cualidad de la vida, pues en muchos casos la ancianidad viene a ser un proceso que se alarga en un tiempo durante el cual se van perdiendo facultades, tanto físicas como mentales; cuesta hacer lo que ante hacíamos con facilidad, alguna parte del cuerpo ya no responde, se olvidan las cosas… debilidades físicas y morales, que diría san Benito.

“La juventud y la flor de la vida pasarán pronto (Ecl 11,10)
Convivimos con la vejez.

Una de la tres grandes riquezas de nuestra vida comunitaria es la convivencia de diversas generaciones biológicas y monásticas. Hemos tenido la suerte de convivir con las primeras vocaciones venidas después de la restauración de la vida monástica en Poblet el año 1940, por lo menos con las que ha sobrevivido y han permanecido en el monasterio, ya que otras van abandonar la vida en el monasterio. Una suerte, que nuestros hermanos mayores en el monasterio no tuvieron porque el corte de 105 años de vida monástica impidió la sucesión normal de las generaciones de monjes, a causa de la desamortización.  Hecho que suplieron como pudieron, agarrándose a la referencia a otros monasterios, a donde fueron a estudiar, pues era importante ese punto de referencia.

“Inicia al joven en el camino que ha de seguir: no se apartará ni en su vejez (Prov 22,6)
Necesitamos aceptar la vejez

Decía san Juan Pablo II, en su Carta a los ancianos, que la vejez también tiene sus ventajas porque atenúa el ímpetu de las pasiones, aumenta la sabiduría y la capacidad de dar consejos  más maduros, o por lo menos así debería ser, pues no siempre sucede así, ya que depende de como haya llegado a la ancianidad. Por experiencia familiar y de vida comunitaria todos sabemos que no todos envejecen igual; hay quien lo acepta y quien no; que se rebela y lo pasa mal; otros, en cambio, se hacen más bondadosos. Todos podemos recordar ejemplos. Incluso los hay que desean sentirse ancianos antes de tiempo, o al contrario, que no desea ser considerado como tal.

Tampoco nuestra sociedad favorece la valoración de la vejez; vivimos en una época narcisista y autorreferencial, en la que más pronto o más tarde todo se sustituye por algo más nuevo. No dejamos espacio al dolor, por la enfermedad o el malestar, por el sufrimiento, por la vejez o por la muerte; nos inquieta y a la vez nos da miedo. Es una época de “usar y tirar”; y la sociedad más que convivir con los ancianos de manera familiar, a menudo los aparca en residencias o sociosanitarios, donde poco a poco van quedando en el olvido.

Honrar a los ancianos supone, decía san Juan Pablo II un triple deber: acogerlos, asistirlos y valorarlos, y esto, de alguna manera lo hemos de ir logrando.

¡Oh muerte, eres bienvenida para el hombre necesitado y con falta de fuerzas, para el anciano agotado que tiene inquietud por todo, que se rebela y se le ha acabado la paciencia!  (Eclo 41,2)
La vejez es la puerta de la eternidad

“Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en que se mira con más naturalidad el umbral de la eternidad”.  (CA,14)

El Señor nos invita a vivir la vejez como un tiempo de gracia y de esperanza hacia una vida mas plena. De nosotros depende vivirla o prepararnos para vivirla así. Porque también podemos vivirla preocupados, angustiados, con miedos, protestas, y, entonces,  nos hacemos a nosotros mismos un mal servicio, y peor a los hermanos. Como dice san Benito, es por el honor a Dios que somos servidos y no debemos contristar con nuestras exigencias a los hermanos. (cf RB 36,4)

“La corona de los ancianos es su experiencia, y la veneración del Señor, su motivo de gloria” (Eclo 25,6)
La ancianidad es mirar el pasado con gratitud y el futuro con esperanza.

La vejez es también un tiempo para la reflexión. A lo largo de la vida hacemos el bien y el mal, aciertos y errores, momentos agradables y desagradables… La ancianidad es un tiempo que Dios nos da para reconciliarnos con nuestra propia historia, analizándola con serenidad, que no implica necesariamente autocomplacencia, pero también debe estar lejos de caer en una acusación de lo que hemos hecho o dejado de hacer, de crearnos un sentimiento de culpabilidad que nos impediría la serenidad necesaria para prepararnos para el encuentro con el Señor.

Nuestro pasado no lo podemos cambiar, pero podemos cambiar nuestra manera de ver y sanear nuestra memoria reconciliándonos con nosotros mismos y con Dios. Esto no implica una huida triunfalista hacia adelante como si todo lo hubiéramos hecho bien, ni tampoco una flagelación por los errores del pasado. Es preciso practicar un arrepentimiento liberador, abriéndonos a la infinita misericordia de Dios, no desesperando nunca de su misericordia. Él sabe realmente cual ha sido nuestra vida, aunque nosotros hayamos escondido determinados aspectos ante los demás y quizás también ante nosotros mismos.

“La ancianidad es la edad más hermosa porque con ella llegamos a la vigilia el día eterno” decía san Juan XXIII.

Escribe Nancy Klein en el libre “La eternidad de las horas” recogiendo la reflexión de unos candidatos a la vida cartujana delante de la muerte de un miembro de la comunidad que “solamente existe el ahora y la muerte. No hay nada más, hic et nunc. Como monje, además, cada día me acerco más a la muerte”, decía el protagonista.

Preparémonos, pues, por si el Señor nos concede llegar a la ancianidad, si nos hace este regalo, y vivamos la vejez, si hemos llegado, con serenidad y generosidad, siendo instrumentos del Espíritu.

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