domingo, 17 de febrero de 2019

CAPÍTULO 44 CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS


CAPÍTULO 44

CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5 Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el abad que cese ya en su satisfacción.  9 Los que por faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».

Culpas graves, faltas leves, excomunicaciones… Procedimientos penitenciales propios de la Iglesia del siglo VI. Todo un procedimiento de expiación para hacer penitencia, y un tiempo para la reincorporación a la Iglesia de manera pública. Pues, si ha habido reconciliación ello implica necesariamente un reconocimiento previo de la culpa y un propósito de enmienda que nos da la posibilidad de volver a la comunión con la Iglesia y la comunidad, si es el caso. Cuando fallamos en este terreno necesitamos hacer, vivir, un proceso de reconciliación. Si salimos, si nos apartamos, necesitamos volver a entrar de nuevo. Fundamentalmente es algo que nos proporciona ya el sacramento de la Penitencia. Pero san Benito nos habla también de gestos concretos, como la postración a la puerta del oratorio, en silencio -siempre el silencio presente en la Regla – y hacerlo a los pies de todos, lanzándonos a tierra allí donde nos encontramos, no atreviéndonos a entonar ningún salmo, ni lectura. Son procedimientos propuestos por san Benito que hoy en día nos pueden parecer exagerados o extremos.

La causa, o el motivo, por el cual san Benito nos propone la enmienda para recuperar la comunión, no está tan caducado, sino, por el contrario, todavía tiene actualidad. Otra cosa diferente es que hoy tenga para nosotros la excomunión un sentido diferente; incluso lo podemos creer positivo cuando muy a menudo nos lo autoaplicamos de modo erróneo, equivocado, no como un castigo, no para expiar una falta o dar satisfacción, sino que por pereza, por desidia, por falta de perseverancia, nos excomunicamos a nosotros mismos, y faltamos así a la caridad con los demás, al Oficio divino, a la mesa, al silencio, a la prudencia con los huéspedes, no recitando ni salmo ni lectura, la boca cerrada mientras eleva alabanzas al Señor. Creemos otorgarnos una especie de licencia para romper nuestra rutina, una especie de premio a nosotros mismos o de protesta sorda, como un falso ejercicio de nuestra libertad. Y la excomunicación no es eso, no debería ser así, no lo es para san Benito.

A lo largo de los capítulos precedentes la Regla nos ha hablado de la medida en el comer y en la bebida, o sea del riesgo de caer en el empacho y en la embriaguez. Nos ha advertido de no hablar después de Completes guardando el gran silencio; de no hacer tarde al Oficio divino, o a la mesa, hacerse presente, pues a San Benito no le pasa por la mente que deliberadamente nos ausentemos.

Estas son las faltas para san Benito que nos deben mover a la compunción, al propósito de enmienda y a la corrección. Estamos dentro del apartado de la Regla que nos habla de la organización del monasterio, y san Benito considera que para que éste funcione es necesaria nuestra voluntad explícita de cumplir los preceptos descritos en la Regla, o por lo menos está en actitud de cumplirlos.

No es casual que nos hable aquí del gesto de la postración, un gesto importante, fuerte, que ejecutamos, por ejemplo, en el Viernes Santo durante la celebración de la Pasión del Señor, un gesto que realizamos el día de nuestra vestición de hábito, de la profesión temporal o de la solemne, y hacemos también delante de cada hermano para que también él nos reciba. San Benito nos indica así que una excomunión pide en cierto sentido una nueva admisión a la comunidad, y, a la vez, la aceptación de cada uno de los hermanos.

Todo y que puede parecer obsoleto este capítulo, nos habla del reconocimiento de las faltas; de dar satisfacción, como un camino para volver al orden habitual. Para todo esto nos puede ayudar la humildad. Para vivir en comunidad hemos de ser conscientes de que somos pecadores, pero, a la vez, debemos luchar para estar siempre en un camino de conversión, no rendirnos nunca, no acomodarnos a la inercia del error, del pecado; solamente, vigilando nuestros actos conseguiremos que no se hagan costumbre en nuestra existencia y dominen nuestro carácter. Ciertamente, podemos volver a caer, pero cal vigilar para librarnos de las caídas y si lo hacemos volver a levantarnos. Como monjes y como cristianos, forma parte de nuestra vocación: luchar para levantarse siempre que sea necesario y seguir caminando, no desesperando nunca de la misericordia de Dios.

Al fin y al cabo, excomunicarnos no es separarnos, y podemos caer en muchas pequeñas cosas que si se nos convierten en hábito pueden resultar graves.

Nos decía san Juan Crisóstomo en las lecturas de Maitines de estos días:

“el que se separa un poco, tan solo un poco, se aleja cada vez más… En consecuencia, este poco no es un poco, sino que puede llegar a ser un todo. Entonces, cuando cometemos un pecado leve o somos perezosos, no lo pasemos por alto sin darle importancia, por el hecho de ser una cosa mínima, pues si la descuidamos se volverá grande… No despreciamos nunca las cosas pequeñas para no caer en las grandes, para no caer en una somnolencia total. Pues después resulta difícil escapar si no es con mucha atención y vigilancia, y no solo por la distancia, sino también por las dificultades inherentes al lugar donde hemos caído. El pecado es un abismo profundo y nos lleva en un vértigo rápido hacia el fondo. Y de la misma manera que quienes caen en un pozo no salen fácilmente, sino que tienen necesidad de que otros los saquen, asimismo a quienes caen en la profundidad del pecado les pasa lo mismo… Pero estemos seguros de que Dios nos ayuda” (Hom. Sobre Carta a los Corintios)



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