CAPÍTULO
44
CÓMO
HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS
El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por
faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio
permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la
cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio.
3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho
suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará
a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5
Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que
el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni
lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en
todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el
mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el
abad que cese ya en su satisfacción. 9
Los que por faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de
satisfacer en el oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán
haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».
Culpas graves, faltas leves, excomunicaciones… Procedimientos
penitenciales propios de la Iglesia del siglo VI. Todo un procedimiento de
expiación para hacer penitencia, y un tiempo para la reincorporación a la
Iglesia de manera pública. Pues, si ha habido reconciliación ello implica
necesariamente un reconocimiento previo de la culpa y un propósito de enmienda
que nos da la posibilidad de volver a la comunión con la Iglesia y la comunidad,
si es el caso. Cuando fallamos en este terreno necesitamos hacer, vivir, un
proceso de reconciliación. Si salimos, si nos apartamos, necesitamos volver a
entrar de nuevo. Fundamentalmente es algo que nos proporciona ya el sacramento
de la Penitencia. Pero san Benito nos habla también de gestos concretos, como
la postración a la puerta del oratorio, en silencio -siempre el silencio
presente en la Regla – y hacerlo a los pies de todos, lanzándonos a tierra allí
donde nos encontramos, no atreviéndonos a entonar ningún salmo, ni lectura. Son
procedimientos propuestos por san Benito que hoy en día nos pueden parecer
exagerados o extremos.
La causa, o el motivo, por el cual san Benito nos propone la
enmienda para recuperar la comunión, no está tan caducado, sino, por el
contrario, todavía tiene actualidad. Otra cosa diferente es que hoy tenga para
nosotros la excomunión un sentido diferente; incluso lo podemos creer positivo
cuando muy a menudo nos lo autoaplicamos de modo erróneo, equivocado, no como
un castigo, no para expiar una falta o dar satisfacción, sino que por pereza,
por desidia, por falta de perseverancia, nos excomunicamos a nosotros mismos, y
faltamos así a la caridad con los demás, al Oficio divino, a la mesa, al
silencio, a la prudencia con los huéspedes, no recitando ni salmo ni lectura,
la boca cerrada mientras eleva alabanzas al Señor. Creemos otorgarnos una
especie de licencia para romper nuestra rutina, una especie de premio a
nosotros mismos o de protesta sorda, como un falso ejercicio de nuestra
libertad. Y la excomunicación no es eso, no debería ser así, no lo es para san
Benito.
A lo largo de los capítulos precedentes la Regla nos ha hablado de
la medida en el comer y en la bebida, o sea del riesgo de caer en el empacho y
en la embriaguez. Nos ha advertido de no hablar después de Completes guardando
el gran silencio; de no hacer tarde al Oficio divino, o a la mesa, hacerse
presente, pues a San Benito no le pasa por la mente que deliberadamente nos
ausentemos.
Estas son las faltas para san Benito que nos deben mover a la
compunción, al propósito de enmienda y a la corrección. Estamos dentro del
apartado de la Regla que nos habla de la organización del monasterio, y san
Benito considera que para que éste funcione es necesaria nuestra voluntad
explícita de cumplir los preceptos descritos en la Regla, o por lo menos está
en actitud de cumplirlos.
No es casual
que nos hable aquí del gesto de la postración, un gesto importante, fuerte, que
ejecutamos, por ejemplo, en el Viernes Santo durante la celebración de la
Pasión del Señor, un gesto que realizamos el día de nuestra vestición de
hábito, de la profesión temporal o de la solemne, y hacemos también delante de
cada hermano para que también él nos reciba. San Benito nos indica así que una
excomunión pide en cierto sentido una nueva admisión a la comunidad, y, a la
vez, la aceptación de cada uno de los hermanos.
Todo y
que puede parecer obsoleto este capítulo, nos habla del reconocimiento de las
faltas; de dar satisfacción, como un camino para volver al orden habitual. Para
todo esto nos puede ayudar la humildad. Para vivir en comunidad hemos de ser
conscientes de que somos pecadores, pero, a la vez, debemos luchar para estar
siempre en un camino de conversión, no rendirnos nunca, no acomodarnos a la
inercia del error, del pecado; solamente, vigilando nuestros actos
conseguiremos que no se hagan costumbre en nuestra existencia y dominen nuestro
carácter. Ciertamente, podemos volver a caer, pero cal vigilar para librarnos
de las caídas y si lo hacemos volver a levantarnos. Como monjes y como
cristianos, forma parte de nuestra vocación: luchar para levantarse siempre que
sea necesario y seguir caminando, no desesperando nunca de la misericordia de
Dios.
Al fin y
al cabo, excomunicarnos no es separarnos, y podemos caer en muchas pequeñas
cosas que si se nos convierten en hábito pueden resultar graves.
Nos
decía san Juan Crisóstomo en las lecturas de Maitines de estos días:
“el que se separa un poco, tan solo un
poco, se aleja cada vez más… En consecuencia, este poco no es un poco, sino que
puede llegar a ser un todo. Entonces, cuando cometemos un pecado leve o somos
perezosos, no lo pasemos por alto sin darle importancia, por el hecho de ser
una cosa mínima, pues si la descuidamos se volverá grande… No despreciamos
nunca las cosas pequeñas para no caer en las grandes, para no caer en una
somnolencia total. Pues después resulta difícil escapar si no es con mucha
atención y vigilancia, y no solo por la distancia, sino también por las
dificultades inherentes al lugar donde hemos caído. El pecado es un abismo
profundo y nos lleva en un vértigo rápido hacia el fondo. Y de la misma manera que
quienes caen en un pozo no salen fácilmente, sino que tienen necesidad de que
otros los saquen, asimismo a quienes caen en la profundidad del pecado les pasa
lo mismo… Pero estemos seguros de que Dios nos ayuda” (Hom. Sobre Carta a los
Corintios)
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