CAPÍTULO 30
CORRECCIÓN
DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS
Cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera
apropiada. 2Por tanto, siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no
llegan a comprender lo que es la excomunión, cometieren una falta, 3serán
escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se corrijan.
San Benito nos
habla en este capítulo final del código penal de la Regla, de dos aspectos: la
edad y el entendimiento. A lo largo de la Regla, san Benito nos habla de los
niños y de los ancianos. En su época que un niño fuera donado por su familia a
un monasterio no era algo extraño, sino más bien habitual. Pero la edad que
verdaderamente interesa a san Benito es la espiritual. Por ejemplo, deja bien
claro cuando habla del orden de la comunidad donde no se tiene en cuenta el tener
más edad física, sino aquella que es resultado de la entrada en el monasterio, y
que debería corresponder a la madurez espiritual.
No se trata en
nuestros días de alcanzarla con mortificaciones, ayunos rigurosos o castigos de
azotes; ya la misma vida nos va castigando, o por lo menos nos pone a prueba.
Pero sí que la madurez espiritual sigue siendo algo a conseguir.
Realmente
¿llegamos un día a esta madurez? Por experiencia personal o comunitaria diría
que no, que no llegamos nunca o que llegan muy pocos. No es que sea un problema
exclusivo de la vida monástica o consagrada, pues el mismo problema está
presente en la vida de todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Por ejemplo,
alguno nos podría venir a explicar su desasosiego personal con un relato que
sería, más o menos, así como éste que es inventado:
“Yo
de joven tuve un primer amor, un amor de juventud, poco maduro, que no llegó a
buen puerto. Pasados unos años conocí una buena chica, y llegué a creer que era
mi gran amor, pero pasados unos diez años no me sentía correspondido; veía que
ya no me valoraba como yo creía que debía ser valorado, y busqué una nueva
relación, una amiga íntima, y marché con ella. Pasados unos años, en este caso
bastante menos de diez, tampoco me sentía valorado, y empecé a creer
sinceramente que debía volver a mi gran amor. Así lo hice, y así lo expliqué.
Pasaron de nuevo los años, y me presentaron otra muchacha, pero por una razón u
otra resultó un amor imposible. Mi desasosiego, entonces, fue tan grande que de
nuevo consideré que lo que creía mi gran amor no me correspondía como merecía,
y volví a otra relación, con la amiga con quien estuve unos años, buscando en
ella lo que yo quería y si me valoraba”
Cuando nos
planteamos un relato como éste, ciertamente fingido, y no buscamos ningún
protagonista concreto porque no lo encontraremos, probablemente responderíamos
que esa persona concreta lo que debe hacer es aclararse, centrarse, plantearse
bien a quien ama, si es que realmente ama a alguien, además de sí mismo; y
pensar también si no va haciendo mal a una u otra persona que encuentra en el
camino, además de hacerse daño a sí misma. Esta situación puede pasar, y pasa
realmente en muchas relaciones de pareja. Y se hacen daño a sí mismo, sobre
todo si hay hijos.
Pero nosotros
tampoco estamos exentos de padecer situaciones semejantes en la vida monástica.
Son crisis espirituales, personales, crisis de vocación, que si las llevamos
bien pueden llevarnos a crecer, pero mal llevadas o eternizadas no nos llevan a
buen puerto.
Pretender que el
entusiasmo que tenemos en los primeros años de vida monástica se prolonguen en
el tiempo es una ilusión. En su comentario al capítulo sobre el “buen celo” el
abad Casiá Mª. Just lo analiza de manera brillante con un paralelismo con el
enamoramiento humano. Primero hay una fase de enamorado, ciego, porque si
nuestra vocación viene a ser un proceso intelectual la cosa no va bien;
después, una fase de un cierto elevado rechazo y finalmente una tercera fase de
asentamiento, a donde debemos llegar para tener un cierto equilibrio. Si no
superamos la fase de rechazo, puede producirse la huida y cerrarnos en nuestro
interior, para no situar la inquietud y desasosiego en nuestro corazón e
intentar focalizarlo en un enemigo exterior, en los otros, en las estructuras,
en la rutina…Una segunda reacción puede ser el aferramiento estricto al
complimiento, pero vacío de todo contenido espiritual, o por lo menos una vida
interior muy pobre. Esta segunda situación sería sobrevivir o malvivir, quizás
porque no tenemos ni la valentía de enfrentarnos a nuestra crisis personal, ni
el empuje de buscar otro marco de vida. Una tercera posibilidad sería más o
menos como la del relato: pensar en otro lugar, en otro monasterio, otra
comunidad… Todos tenemos experiencia de idealizar situaciones pasadas, la
cuales, si somos sinceros, tampoco llegamos a vivirlas con alegría y plenitud,
sino buscando evadirnos de ellas.
A cada edad y a
cada entendimiento estas crisis se pueden presentar de una u otra manera. ¿Cómo
hacerlo para que nos sean un motivo de crecimiento espiritual? ¿cómo no caer en
la acedía que nos pone el alma mal de manera crónica?
Pienso que no se
trata de recurrir a mortificaciones, ayunos rigurosos o castigos con azotes. No
es un buen camino. El secreto, más bien, es confiarnos en el Señor con
generosidad y humildad. Todos sabemos el relato de un hermano nuestro que más
de una vez ha preparado las maletas para marchar del monasterio, pero a pesar
de las dificultades que en su momento le parecían insalvables, tuvo de coraje
de esperar al día siguiente y este “esperar el día siguiente”, y esperemos que
sea así, le ha devuelto la serenidad y la luz.
En el libro
sobre la vida consagrada, el Papa dice que seguramente ninguna vocación es
sinceramente generosa al cien por cien, en sus inicios; pero sabiendo esto es
preciso que lo sea en cierto porcentaje para avanzar y llegar a ese noventa u
ochenta por cien que nos permita vivir con alegría nuestra vida. Vivir
intensamente la plegaria comunitaria y personal, el trabajo y el contacto con
la Palabra de Dios. Superar nuestra cerrazón de corazón que nos pueden hacer
padecer mucho. Es la manera de confiar plenamente en el Señor, en su ayuda inestimable e insustituible
para avanzar hacia Él.
Como nos dice
Cesáreo de Arlés: “Nosotros que hemos
estado enriquecidos por la misericordia divina con beneficios tan grandes, sin
ningún mérito, colaboremos con Él según nuestras posibilidades, de manera que
la gracia de un amor tan grande no sea de provecho y no merecedora de castigo”
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