domingo, 3 de febrero de 2019

CAPÍTULO 30 CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS


CAPÍTULO 30


CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS

Cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada. 2Por tanto, siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no llegan a comprender lo que es la excomunión, cometieren una falta, 3serán escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se corrijan.

San Benito nos habla en este capítulo final del código penal de la Regla, de dos aspectos: la edad y el entendimiento. A lo largo de la Regla, san Benito nos habla de los niños y de los ancianos. En su época que un niño fuera donado por su familia a un monasterio no era algo extraño, sino más bien habitual. Pero la edad que verdaderamente interesa a san Benito es la espiritual. Por ejemplo, deja bien claro cuando habla del orden de la comunidad donde no se tiene en cuenta el tener más edad física, sino aquella que es resultado de la entrada en el monasterio, y que debería corresponder a la madurez espiritual.

No se trata en nuestros días de alcanzarla con mortificaciones, ayunos rigurosos o castigos de azotes; ya la misma vida nos va castigando, o por lo menos nos pone a prueba. Pero sí que la madurez espiritual sigue siendo algo a conseguir.

Realmente ¿llegamos un día a esta madurez? Por experiencia personal o comunitaria diría que no, que no llegamos nunca o que llegan muy pocos. No es que sea un problema exclusivo de la vida monástica o consagrada, pues el mismo problema está presente en la vida de todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Por ejemplo, alguno nos podría venir a explicar su desasosiego personal con un relato que sería, más o menos, así como éste que es inventado:

“Yo de joven tuve un primer amor, un amor de juventud, poco maduro, que no llegó a buen puerto. Pasados unos años conocí una buena chica, y llegué a creer que era mi gran amor, pero pasados unos diez años no me sentía correspondido; veía que ya no me valoraba como yo creía que debía ser valorado, y busqué una nueva relación, una amiga íntima, y marché con ella. Pasados unos años, en este caso bastante menos de diez, tampoco me sentía valorado, y empecé a creer sinceramente que debía volver a mi gran amor. Así lo hice, y así lo expliqué. Pasaron de nuevo los años, y me presentaron otra muchacha, pero por una razón u otra resultó un amor imposible. Mi desasosiego, entonces, fue tan grande que de nuevo consideré que lo que creía mi gran amor no me correspondía como merecía, y volví a otra relación, con la amiga con quien estuve unos años, buscando en ella lo que yo quería y si me valoraba” 

Cuando nos planteamos un relato como éste, ciertamente fingido, y no buscamos ningún protagonista concreto porque no lo encontraremos, probablemente responderíamos que esa persona concreta lo que debe hacer es aclararse, centrarse, plantearse bien a quien ama, si es que realmente ama a alguien, además de sí mismo; y pensar también si no va haciendo mal a una u otra persona que encuentra en el camino, además de hacerse daño a sí misma. Esta situación puede pasar, y pasa realmente en muchas relaciones de pareja. Y se hacen daño a sí mismo, sobre todo si hay hijos.

Pero nosotros tampoco estamos exentos de padecer situaciones semejantes en la vida monástica. Son crisis espirituales, personales, crisis de vocación, que si las llevamos bien pueden llevarnos a crecer, pero mal llevadas o eternizadas no nos llevan a buen puerto.

Pretender que el entusiasmo que tenemos en los primeros años de vida monástica se prolonguen en el tiempo es una ilusión. En su comentario al capítulo sobre el “buen celo” el abad Casiá Mª. Just lo analiza de manera brillante con un paralelismo con el enamoramiento humano. Primero hay una fase de enamorado, ciego, porque si nuestra vocación viene a ser un proceso intelectual la cosa no va bien; después, una fase de un cierto elevado rechazo y finalmente una tercera fase de asentamiento, a donde debemos llegar para tener un cierto equilibrio. Si no superamos la fase de rechazo, puede producirse la huida y cerrarnos en nuestro interior, para no situar la inquietud y desasosiego en nuestro corazón e intentar focalizarlo en un enemigo exterior, en los otros, en las estructuras, en la rutina…Una segunda reacción puede ser el aferramiento estricto al complimiento, pero vacío de todo contenido espiritual, o por lo menos una vida interior muy pobre. Esta segunda situación sería sobrevivir o malvivir, quizás porque no tenemos ni la valentía de enfrentarnos a nuestra crisis personal, ni el empuje de buscar otro marco de vida. Una tercera posibilidad sería más o menos como la del relato: pensar en otro lugar, en otro monasterio, otra comunidad… Todos tenemos experiencia de idealizar situaciones pasadas, la cuales, si somos sinceros, tampoco llegamos a vivirlas con alegría y plenitud, sino buscando evadirnos de ellas.

A cada edad y a cada entendimiento estas crisis se pueden presentar de una u otra manera. ¿Cómo hacerlo para que nos sean un motivo de crecimiento espiritual? ¿cómo no caer en la acedía que nos pone el alma mal de manera crónica?

Pienso que no se trata de recurrir a mortificaciones, ayunos rigurosos o castigos con azotes. No es un buen camino. El secreto, más bien, es confiarnos en el Señor con generosidad y humildad. Todos sabemos el relato de un hermano nuestro que más de una vez ha preparado las maletas para marchar del monasterio, pero a pesar de las dificultades que en su momento le parecían insalvables, tuvo de coraje de esperar al día siguiente y este “esperar el día siguiente”, y esperemos que sea así, le ha devuelto la serenidad y la luz.

En el libro sobre la vida consagrada, el Papa dice que seguramente ninguna vocación es sinceramente generosa al cien por cien, en sus inicios; pero sabiendo esto es preciso que lo sea en cierto porcentaje para avanzar y llegar a ese noventa u ochenta por cien que nos permita vivir con alegría nuestra vida. Vivir intensamente la plegaria comunitaria y personal, el trabajo y el contacto con la Palabra de Dios. Superar nuestra cerrazón de corazón que nos pueden hacer padecer mucho. Es la manera de confiar plenamente en el  Señor, en su ayuda inestimable e insustituible para avanzar hacia Él.

Como nos dice Cesáreo de Arlés: “Nosotros que hemos estado enriquecidos por la misericordia divina con beneficios tan grandes, sin ningún mérito, colaboremos con Él según nuestras posibilidades, de manera que la gracia de un amor tan grande no sea de provecho y no merecedora de castigo”


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