CAPÍTULO 2, 23-29
COMO
HA DE SER EL ABAD
El abad debe
imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende, exhorta,
amonesta». 24Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las
circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un
maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. 25En
concreto: que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más
duramente; en cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a
que avancen más y más. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los
negligentes y a los despectivos. Y no encubra los pecados de los delincuentes,
sino que tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos de raíz con toda su
habilidad, acordándose de la condenación de Helí, sacerdote de Silo. 27A los
más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles una o dos veces;
28pero a los audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en
cuanto se manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura:
«Sólo con palabras no escarmienta el necio». 29Y también: «Da unos palos a tu
hijo, y lo librarás de la muerte».
Cuando los
comentaristas de la Regla hablan del llamado código penal de san Benito, nos
viene la reflexión de que son cosas de otros tiempos. En la sociedad de la Alta
Edad Media, que es donde vivió san Benito, incluso algunas conquistas fruto del
derecho romano se habían perdido y no nos sirven para practicarlas hoy. Pero
hay algo que no ha pasado, y es nuestra naturaleza humana, que según esta
podemos ser indisciplinados, inquietos, negligentes, o también obedientes,
pacíficos, de espíritu delicado…Parece que san Benito, a lo largo de su
experiencia de vida monástica se encuentra con esta diversidad de tipologías en
las comunidades y saca sus conclusiones.
Si partimos de
la base de que hemos venido al monasterio a buscar a Dios, convencidos de que
Dios nos ha llamado para estar a su servicio, todo sería más fácil. Buscar a
Dios es el objetivo de nuestra vida, de nuestra venida al monasterio, como le
decía el P. Francisco a la periodista Pilar Rahola durante el coloquio sobre su
libro “SOS Cristians”. Este punto de partida es cierto, pero a esto se añade
inevitablemente nuestra fragilidad humana, nuestra imperfección.
¿Cómo
afrontarlo?, ¿cómo superarlo? San Benito nos sugiere diversas maneras, tantas
como personas y casos, pero el objetivo es la rectitud de nuestro camino,
hacernos conscientes de que nos podemos alejar de Dios, que podemos enturbiar
nuestra mente buscando nuestra voluntad. Nos cuesta rectificar, y en
situaciones mucho más, cuando lo podemos considerar una derrota, una muestra de
debilidad de la que creemos que otros se pueden aprovechar.
Y esto sirve
para todos, pues el abad no es sino otro monje, imperfecto entre los
imperfectos, pues perfecto solamente lo es Dios. Puede ser la causa de que no
nos confiemos del todo a Dios, que no nos dejemos llevar por él, y sacamos las
manos del timón de la barca de nuestra vida tantas veces como veamos necesario,
cuando un mínimo cambio de rumbo no nos agrada o sospechamos que no va en la
buena dirección, en la que es más cómoda, es decir, en la que nosotros creemos
que nos conviene más. Intentamos controlar al máximo nuestra vida, aunque no
siempre podemos controlar todo, pues, por ejemplo, una enfermedad no la
elegimos nosotros, ni podemos influir mucho o nada en el tiempo, y en el modo
de como lo ven nuestros hermanos mayores.
Ha pasado ya el
tiempo de aquellas humillaciones piadosas para unos y no tanto para otros, cuando
se imponían con dudosa intencionalidad. Se ha vuelto a la raíz, como nos ha
recordado M. Hildegarda esta semana al hablarnos de la Carta de Caridad.
Algunos valores de nuestra sociedad democrática son herencia del cristianismo,
incluso del monaquismo, que se han desvirtuado.
No debemos
disimular los pecados, nos dice san Benito, no minimizar nuestras faltas, pues
de aprendeos den nuestros errores, así como también de la reprensión,
interpelación o exhortación. Lo que cuenta es es progresar, caminar hacia
Cristo. Esto no quiere decir adoptar un continuo sentimiento de culpabilidad,
ni tampoco adoptar una moral laxa. Cuando hacemos una cosa mala, cuando no
hacemos bien, somo nosotros mismos quienes nos hacemos conscientes, sino es que
ya hicimos la falta con cierta premeditación. Y estas faltas viene de nuestra
insatisfacción, de una cierta frustración, al no conseguir lo que queríamos,
quizás satisfacer nuestro capricho.
Se explica que
un santo estaba cansado de las peticiones de un devoto y le dijo: “He
decidido concederte las tres cosas que me pides. Después ya no te daré nada
más”
El devoto lleno
de gozo hizo su primera petición: que
muriese su mujer, pues no podía soportarla. Pero cuando logró esto fue
consciente de no haber reconocido lo suficiente las virtudes de su mujer, y
ahora la encontraba a faltar. Entonces pidió al santo que le devolviese la
vida. Al que no ya más que una petición, pasó unos años atormentado en pensar
cual podía ser esta tercera petición, y pedía consejo a los demás. Finalmente
pidió consejo al mismo santo, y éste le respondió: “Pide ser capaz de estar
satisfecho con lo que el Señor te ofrece, sea lo que sea, sin atormentarte por
desear lo de los otros”. Sucede que empleamos muchos esfuerzos en intentar
sacarnos de encima lo que nos molesta, más que el mirar de poder aceptarlo.
Tenemos que
poner a Dios por delante, en cuanto apuntan las faltas, intentar extirparlas de
raíz y dejar que nos ayuden a extirparlas, si nosotros no nos vemos con fuerza
o no podemos. No nos agrada que nos corrijan, que nos enmienden la plana, pero
debemos confiar en Aquel que está por encima de todo, que quiere nuestro bien,
y es a quien hemos venido a buscar al monasterio.
Nos dice san
Pablo: “Mirad de no convertir la libertad en un pretexto para hacer vuestra
propia voluntad” (Gal 5,14)