DEL
PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO (1-7)
Escucha, hijo,
estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable
y ponla en práctica, 2para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del
que te habías alejado por tu indolente desobediencia. 3A ti, pues, se dirigen
estas mis palabras, quienquiera que seas, si es que te has decidido a renunciar
a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la
obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor. 4Ante todo, cuando te
dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y
apremiante que él la lleve a término, 5para que, por haberse dignado contarnos ya en el número de sus hijos,
jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones. 6Porque,
efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la
obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo
no llegue a desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus
hijos, 7sino que ni como señor temible, encolerizado por nuestras maldades, nos
entregue al castigo eterno por ser unos siervos miserables empeñados en no
seguirle a su gloria.
La vida monástica no
viene a ser nada más que la vida de un cristiano; es la vida de un cristiano
vivida con intensidad y pasión.
Escribía el P.
Alejandro que “el monje, cuando lo es conscientemente no quiere sino ser,
sencillamente, un cristiano que busca la verdad a fondo” (“Si buscas a Dios de
verdad”, p.20). La vida del cristiano es una vida de relación con Dios, en
que la iniciativa la tiene él y pasa por él; no podemos dirigirnos a él sino en
respuesta a la palabra que él nos dirige.
San Benito en la
primera palabra de la Regla nos invita a escuchar la palabra que nos viene de
Dios. Él es el maestro por excelencia. La palabra de Dios nos es dirigida a
cada uno de nosotros, y cada uno la acogemos a nuestra manera. Esta palabra es
la que habla el cuarto evangelio, del Hijo de Dios que nos habla del Padre
amoroso. En san Benito, y por medio de san Benito, es Dios quien nos habla.
Esto significa que Dios nos habla también, y a menudo, por medio de
intermediarios, a través de los que forman parte de la comunidad, de la
Iglesia.
Delante de Dios que
nos habla debemos mantenernos atentos, poner la oreja del corazón dice san
Benito. Si Dios nos habla es para que su palabra se realice, sea acción, que
tenga su cumplimiento en nosotros. Una palabra que debe pasar de la potencia al
acto.
Escribía el P.
Alejandro: “Dios llama, y Adán, después del pecado primero, lo escucha, se
esconde, se retira de la obediencia, (piensan que obediencia, obedecer, viene
de la raíz latina ob-audire, escuchar, cumplir obedeciendo), cuando Dios todo
solícito y herido en su amor de padre le dice: Adán, ¿dónde estás?, ¿dónde te
has metido? Y será Cristo quien compensará esta desobediencia, como un segundo
Adán, presentándose valientemente a la muerte y muerte de cruz, para salvarnos
y volvernos al diálogo con Dios y a la obediencia que supone y exige como a
condición sine qua non, decir:“estoy
aquí, oh Dios, para hacer tu voluntad”. (Si busca a Dios de
verdad, p. 76)
La nuestra no debe
ser una escucha pasiva, sino bien activa; escuchamos para poner en práctica,
escuchamos para volver a Dios, siempre que nos alejamos, y lo hacemos con
frecuencia con nuestra desobediencia, que es lo que verdaderamente importa. Escribía
Louis Bouyer que “el monje es alguien que renuncia, que renuncia a sí mismo.
Se distingue de otros precisamente porque abandona la vida que hacen otros” (Le
sens de la vie monastique, p.184)
Renunciando a los
propios deseos, nos dice san Benito, y esto nos cuesta, podemos estar años y
años lamiendo heridas que quizás no cicatrizaran nunca del todo, y que hemos
recibido al impedir que se haga nuestra voluntad. Pero esta renuncia al propio
deseo, no es una renuncia desdibujada, tiene un claro y único objetivo, y es
militar para el Señor Cristo, el rey verdadero. No militamos para esta o
aquella persona, sino para Cristo, el único para quien vale la pena militar, el
único a quien buscamos obedecer. Si entrásemos en el monasterio para seguir a
tal o cual monje, erraríamos, pues al final todos tenemos fecha de caducidad, y
somos limitados. San Benito nos lo deja bien claro en la primera palabra de la
Regla. Cristo es el objetivo, no importa quién somos y de dónde venimos, seamos
lo que seamos, lo que cuenta es escuchar, acoger, renunciar, tomar las armas de
la obediencia; y todo a partir de la verdadera libertad del cristiano.
Para lograrlo, no
tenemos suficiente con desearlo; con nuestras propias fuerzas no es suficiente.
Necesitamos pedirlo en la plegaria, necesitamos la ayuda del Señor, para
obtener cualquier cosa buena que deseamos hacer. San Benito nos pone en alerta
de que no podemos correr el riesgo de ser desheredados, de irritar hasta
conseguir la pena eterna. Y es que la pena eterna es, precisamente, el
alejamiento de Dios, de aquel de quien nos alejamos con la desidia de la
desobediencia. Parece todo claro y fácil, pero sabemos por experiencia que sin
la ayuda del Señor no lo podemos lograr.
El monje viene, de
esta forma, a ser un soldado de Cristo, alguien que milita, es decir que se
toma con seriedad, con fuerza, sobre sus espaldas. Las armas son, precisamente,
las que recogemos en la escucha, en la escucha de la Palabra de Dios. Cada
mañana y cada tarde tenemos ocasión de recogerlas mediante la práctica de la
lectio, y a lo largo del día con el Oficio divino. El campo de combate es, a
veces, nuestro propio interior, donde se desata una lucha entre nuestra
voluntad que se quiere imponer, a pesar de saber que no tenemos razón, y que nos
lleva a ponernos en actitudes egoístas que, además, nos lleva a hacer mal a los
demás y en definitiva a nosotros mismos.
Nuestro maestro nos
mira, no nos pierde nunca de vista, espera una y otra vez a que le escuchemos y
acojamos lo que nos dice. Él es aquel que no se cansa nunca de hablarnos y de
esperar nuestra respuesta. Escuchemos su palabra, acojámosla de bon grado,
pongámosla en práctica, siempre a punto con los dones que Dios pone en nosotros
a su disposición sin tacañerías, sin reservarnos para nuestro propio provecho,
sino con generosidad, militando para él, el Señor.
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