CAPÍTULO
LX
LOS SACERDOTES QUE DESEAN INGRESAR EN EL MONASTERIO
Si alguien del orden sacerdotal pidiera ser
admitido en el monasterio, no se condescienda en seguida a su deseo. 2 Pero, si
persiste, a pesar de todo, en su petición, sepa que deberá observar todas las
prescripciones de la regla 3 y que no se le dispensará de nada, porque está
escrito: «Amigo, ¿a qué has venido?». 4 Sin embargo, se le concederá colocarse
después del abad, bendecir y recitar las plegarias de la conclusión, pero con
el permiso del abad. 5 De lo contrario, nunca se atreva a hacerlo, pues ha de
saber que en todo está sometido a las sanciones de la regla; y dé a todos
ejemplos de mayor humildad. 6 Cuando se trate de proveer algún cargo en el
monasterio o de resolver otro asunto cualquiera, 7 recuerde que debe ocupar el
puesto que le corresponde según su ingreso en el monasterio y no el que le
concedieron por respeto al sacerdocio. 8 En cuanto a los clérigos, si alguno
quiere incorporarse al monasterio con el mismo deseo, se les colocará en un
grado intermedio, 9 mas con la condición de que prometan observar la regla y
perseverar.
San Benito no lo
pone fácil a nadie. Quiere que se prueben los espíritus, si son realmente de
Dios, a través de la paciencia, de las humillaciones… Pero podría parecer que
si pedía ingresar en el monasterio un sacerdote la cosa debería ser más fácil,
pero no es así, al contrario, parece que san Benito lo pone más difícil y no se
fie de que un sacerdote quiera cambiar el ámbito de su vocación. La relación
entre el sacerdocio y la vida monástica no ha sido nunca, en este sentido, algo
fácil.
Escribe Juan
Casiano:
“En
ocasiones la vanagloria le evoca al monje la idea del estado eclesiástico, sugiriéndole
el deseo del sacerdocio o al menos el del diaconado. Y finge en su imaginación
la austeridad con la que habría ejercido su misión en el caso de haber estado
puesto en esta dignidad contra su deseo. Está claro que los demás sacerdotes
hubieran tenido en él un modelo de perfección. Además, habría ganado muchas
almas con el ejemplo de su vida, pero también con su doctrina y predicación…
Recuerdo en este momento un anciano que conocí en el desierto. Un día fue a la
celda de un hermano con el propósito de visitarlo. Ya cerca de la celda lo oyó
musitar una lectura. Se detuvo para saber qué pasaje de la Escritura leía o
recitaba, según se acostumbra a hacer cada día. Puso atención con piadosa
curiosidad, y percibió que el pobre hermano, seducido por la vanidad, se creía
en la Iglesia haciendo una exhortación ante un auditorio fingido. El anciano
esperó inmóvil. El otro acabó su sermón. Después cambiando y, como si fuese el
diácono, pronunció la confesión de los catecúmenos. En aquel momento el anciano
trucó a la puerta. El hermano acudió con la habitual reverencia y le introdujo
dentro. Pero confundido por la actitud en la que había sido sorprendido, sintió
remordimientos, y preguntó si hacía tiempo que había llegado: “¿No habré
cometido el desaire de haceros esperar mucho tiempo? El anciano respondió:
acabo de llegar en el momento justo en que recitabas la confesión de los
catecúmenos” (Instituciones XI, 16)
Lo que intenta
evitar san Benito es la vanagloria del ministerio sacerdotal, porque para toda
la Iglesia y para la comunidad, es un servicio, un servicio privilegiado,
porque el sacramento del Orden no es algo banal sino muy importante, pero no
destinado a una promoción personal, sino al bien del pueblo de Dios. Por eso,
precisamente, no ha sido fácil la relación monacato-sacerdocio a lo largo de
los tiempos.
Durante siglos
marcó una frontera entre un tipo de comunidad y otra; una manera de vivir como
monje, y otra como un hermano, lo cual durará hasta el Concilio Vaticano II. Lo
realmente importante es que el Señor nos llama a seguirlo en el monasterio,
después cada uno, poniendo sus dones al servicio de los otros, llegará a los
ministerios que sean útiles para la comunidad.
San Benito teme
que los mojes caigan en la soberbia si son ordenados, y también que eso
signifique dejar nuestro estilo de vida. Por lo que dice de los decanos o del
mayordomo podemos deducir que también lo pide para los candidatos al
sacerdocio: sentido común, madurez de
costumbres, fidelidad y vida santa.
En la antigüedad
cada monasterio disponía de sus clérigos, no muy numerosos. En general, con un
sacerdote por comunidad era suficiente, ya que la Eucaristía no se celebraba
diariamente.
Fue Clemente V,
en el siglo XIII, quien introdujo la novedad de que todos los monjes de coro
tuvieran las cualidades para poder ser ordenados. Esto significaba para él
ennoblecer el culto divino, ya que un coro de sacerdotes y clérigos podía
ofrecer una alabanza más perfecta que un coro de simples monjes. Un Decreto de
Clemente VII, de 1603 insiste sobre este tema.
O parece que sea
la idea que nos presenta la Regla. Toda la vida del monje es concebida por san
Benito como un camino ascendente hacia la exaltación celestial, buscando un equilibrio
de las virtudes en el amor a Cristo, una armonía entre lo humano y lo divino. Y
la virtud característica del progreso hacia le reino escatológico es,
fundamentalmente, la humildad. “Por la exaltación se baja y por la humildad
se sube”. (RB 7,7) Es la compunción de corazón la que abre las puertas del
reino interior, pues sin ella no es posible la conversión. La renuncia a la
voluntad propia, y, más concretamente, la obediencia por amor a Dios es la
condición indispensable y verdadera para imitar a Cristo, obediente hasta la
muerte. (Filp 2,8) El anonadamiento de Cristo hasta una muerte de cruz, fue el
camino de su exaltación, que contemplamos también como la cima de la ascensión
monástica. San Benito, En la Regla, nos habla de este abajamiento, de esta
humillación, como el medio para acercarnos a Dios. Si el modelo del monje es
Cristo, el modelo del sacerdocio monástico es el sacerdocio de Cristo, del que
nos habla la Carta a los Hebreos.
No se trata de
poder, de imagen, sino de un servicio, para lo cual san Benito insiste en
recordar cual debe ser la actitud de quien recibe este don. Lo importante no es
lo que tenemos, sino lo que somos. No son nuestros títulos, sino la bondad del
corazón. No es lo que Dios nos da, sino lo que nosotros le devolvemos. No es lo
que sabemos sino lo que vivimos. El sacerdocio ministerial es un carisma para
santificar a los demás, pero por si mismo no santifica al que lo recibe. San
Benito nos previene de que quien entra en un monasterio habiendo sido sacerdote
en una comunidad cristiana tiene el peligro de mantener unas actitudes
aprendidas antes, porque todos tendemos a mantener lo aprendido de joven. Un
signo de su vocación es ver su capacidad para cambiar estas actitudes en un
monasterio, porque en caso contrario no podrá vivir en una comunidad monástica
siguiendo el estilo que nos propone san Benito. Quien entra en un monasterio
debe estar dispuesto a dejarse hacer por Dios, a dejarse transformar por la
escucha de la Palabra, y a ponerla en práctica siguiendo la enseñanza de la
Regla, que debe ser nuestro punto de referencia.
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