domingo, 11 de agosto de 2019

CAPÍTULO 31 COMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO


CAPÍTULO 31
COMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16Puntualmente y sin altivez ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.  

Este capítulo trata de la administración de los bienes materiales del monasterio y abre el apartado dedicado a la intendencia, empleando un lenguaje militar, ya que san Benito habla de la milicia para definir la vida monástica. Esta tarea no se puede dar a cualquier monje, por lo que san Benito nos ofrece una serie de rasgos personales que debe tener, así como unos defectos que conviene no tenga. Si partimos del hecho de que san Benito escribe desde su larga experiencia de vida monástica y comunitaria podríamos concluir que su experiencia de mayordomos no era muy positiva, si nos atenemos a sus palabras de que eran glotones, vanidosos, violentos, injustos, pródigos, que no temían a Dios, que hacías cosas sin el consentimiento del abad, que no se ocupaban de los demás, que los contristaban, los menospreciaban, que no atendían a los enfermos, los niños, los huéspedes, que se dejaban llevar por la avaricia, disipaban el patrimonio del monasterio y se metían en asuntos que no les pedía al abad… Parece difícil pensar que alguien pudiera actuar de esta manera, pero parece que hay el riesgo de que esto suceda. San Pablo también apunta a esto cuando escribe: “no hago el bien que querría, sino el mal que no querría” (Rom 7,9).

Para evitarlo san Benito recomienda actuar con el temor de Dios, vigilando la propia alma, mirando todos los objetos del monasterio como vasos sagrados del altar. Hacerlo todo con discreción y bajo las órdenes del superior, evitando que nadie se turbe ni entristezca en la casa de Dios. San Benito es directo, para que cada uno saque las propias conclusiones y nos apliquemos cada uno a la propia tarea encomendada. Ciertamente, no se comprendería que un cocinero cocinará solo para él platos especiales, o comidas de su gusto; o que el portero abriera la puerta o atendiera por teléfono a quien le pareciera mejor, o que un hospedero acogiera solamente a sus amigos, o que un mayordomo utilizase los dineros de la comunidad para satisfacer sus caprichos personales.

En el aspecto de la vida material del monasterio rigen dos principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia. Por un lado, la dimensión subsidiaria, es decir que quien puede hacer algo que tiene encomendado a su responsabilidad no espere delegarlo en otro, y el de la responsabilidad para hacer lo mejor posible la tarea encomendada. Seguramente, puede ser bueno ir intercambiando lugares de responsabilidad entre los miembros de la comunidad, pero también es cierto que no todos tienen la capacidad para hacer todo o para asumir ciertas tareas lo cual limita el margen de maniobra a la hora de distribuir las tareas.

Tenemos la libertad de decisión que nos ha dado Dios nuestro Creador. La libertad es el poder, radical en la razón y en la voluntad, de obrar o no obrar, de hacer esto o lo otro, de llevar a cabo acciones deliberadas. Por el libre albedrío cada uno dispone de si mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad logra su perfección cuando está ordenada a Dios. Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto de crecer en perfección o de rebajarse al pecado. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de repulsa. En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado (CEC 1731-1733).

La reflexión sobre la libertad personal que nos hace el Catecismo de la Iglesia Católica viene a cuento para que no busquemos excusas para evitar nuestra responsabilidad, huyendo de ella. Puede haber atenuantes, ciertamente, pero es difícil que logremos refugiarnos en un eximente de responsabilidad de manera tal que cubra todas nuestras deficiencias. Pero, para lograr hacer el bien hemos de confiar en la misericordia de Dios; solamente en él podemos tener la fuerza para buscarlo. Como escribe san Elredo:
“Ningún milagro es más grande que la admirable transformación de nuestro ser, por la cual, en un momento el hombre impuro se convierte en puro, el soberbio en humilde, el irascible en paciente, el impío en santo… Pero que no se atribuya este milagro ni al predicador elocuente, ni al que lleva a los ojos de los hombres una vida digna de alabanza, sino que la alabanza ha de recaer más bien en aquel que sopla donde quiere, así también sopla cuando quiere, e inspira el bien en la medida que quiere”. (Sermón sobre el rapto de Elías).

Este capítulo, como otros también podría aplicarse a la vida pública, donde la corrupción, el deseo de una ganancia personal y tantos otros vicios corroen los fundamentos de nuestra sociedad. Decía el Papa Francisco en el inicio de su pontificado: ”quería pedir, por favor, a todos los que ocupan lugares de responsabilidad en el ámbito político, económico o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos custodios, guardianes del otro;  no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de nuestro mundo. Pero para custodiar, también debemos de cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la soberbia, la envidia ensucian la vida. Custodiar, quiere decir vigilar sobe nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque aquí es donde nacen las intenciones buenas o malas, las que construyen y las que destruyen” (Hom. Inicio del pontificado 19 Marzo de 2013).

Aprendamos de nuestros errores, y también de los errores del otro, para intentar acercarnos al ideal del monje que san Benito nos va marcando capítulo tras capítulo a lo largo de la regla, no anteponiendo nada, en ningún momento, a Cristo.

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