CAPÍTULO
XXIV
CUAL
DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN
Según sea la gravedad de la falta, se ha de
medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo.
2Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme
a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá
de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la
comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no
cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya
cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido
los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora
sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo
hará después de vísperas 7hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción
adecuada.
Los capítulos 24
y 25 de la Regla forman una unidad. San Benito se plantea una pregunta e
intenta dar una respuesta. La pregunta es: qué medida ha de tener la excomunión,
y la respuesta nos la da a continuación. No es partidario de una excomunión sin
límites, sino más bien de una medida que sirva para volver al buen camino. San
Benito, siempre desde la experiencia, hace su diagnóstico; sabe que fallamos,
que tenemos muchas deficiencias que nos arrastran al pecado. El primer paso
para salir de esta situación es reconocer nuestra imperfección, nuestro pecado,
que no somos el centro del mundo y no todo gira en torno a nosotros. Nos cuesta
reconocer que somos limitados, imperfectos. A menudo, muy a menudo, lo que
vemos en los otros no lo vemos en nosotros, o sea aquello de ver la mota en el
ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro, como afirma el evangelio (Lc 6,
41-42)
Pero san Benito
no solo hace el diagnóstico, de acuerdo a los síntomas del capítulo anterior,
sino que apunta a un tratamiento para su curación. Sabe bien que de tanto en
tanto hace fata reorientar nuestro rumbo, dar un golpe de timón, y que a menudo
no lo hacemos por propia voluntad, y que es necesario una situación extrema,
una medida contundente como puede ser la de la excomunión. Nos podríamos
también referir a situaciones vividas a lo largo de los últimos años,
situaciones dolorosas, complejas, que han exigido y todavía exigen actuaciones,
pero para curarnos lo que primero se precisa es querer curarse, y para ello
necesitamos reconocernos como enfermos,
Si san Benito
sabe que son necesarias medidas extremas en un momento dado, sabe también que,
una vez aplicadas eficazmente, Dios nos espera como Padre misericordioso con el
deseo del retorno del hijo arrepentido y el propósito de enmienda, que no
quiere decir que no vayamos a caer de nuevo, sino que hacemos el propósito de
intentar no recaer. La historia nos debería ayudar a la sociedad, a la
comunidad y nuestra persona a evitar el nuevo tropiezo. No es fácil cuando nos
domina el “mantenernos en nuestros trece”, una expresión eclesial y cercana que
tiene su origen en el Papa Benedicto XIII, aragonés de origen. Sea la que sea,
la expresión empleada en relación a un mantenernos en nuestros errores, seamos
conscientes de que nos cuesta rectificar el camino equivocado, y que
generalmente es por orgullo, o por creer que el corregirnos es muestra de
debilidad o de poner en duda nuestra capacidad, y nos aferramos a no cambiar
incluso al precio de causar mal o perjuicio a los demás, y a nosotros mismos,
en definitiva. No corregirnos es muy humano, son expresiones que han quedado en
la sabiduría popular.
Así se define
bien la fragilidad humana, al referirse a un concepto de honor antiguo, cuando se
veían obligados a no retractarse y llegar incluso a batirse en duelo, sin
posibilidad de volverse atrás y ser tachados de cobardes. Hoy esto quizás nos
resulta absurdo, pero en el fondo, la manera de actuar del hombre no ha
cambiado. Lo vemos personal y socialmente, porque vivimos tiempos convulsos en
los que repetimos los errores que creíamos ya superados, y con el mismo o más
apasionamiento, que nos pueden aportar iguales o peores consecuencias. Antes de
emprender nuevas aventuras es importante calcular los riesgos y el precio que
podemos pagar, o el mal que podemos hacer.
Pero detrás de
nuestras caídas hay una causa, un motivo, que no es otro que alejarnos de la
voluntad de Dios, como nos enseña san Bernardo:
“Si
quieres ser sabio, sé obediente. La obediencia ignora la voluntad propia y se
somete a la voluntad de otro. Abrázala, pues, con todo el afecto de tu corazón
y el esfuerzo de tu cuerpo; abrázala, repito, el bien de la obediencia, de
manera que gracias a ella puedas acceder a la luz de la sabiduría”. Y añade todavía:
“Mientras
sigas tu propia voluntad no te verás libre de una inquietud interior, aunque de
momento te parezca que se ha calmado la agitación exterior. No tendrás paz y la
agitación de tu voluntad no cesará mientras no cambies el afecto de las cosas
mundanas por el gusto de las cosas de Dios”. (Sermón VII de Epifanía)
Luchar con todas
las fuerzas por imponer nuestra voluntad a la de Dios, que es a quien, en
definitiva, debemos obedecer, nos agota, nos aleja de él, pero nunca juzguen
que nuestros esfuerzos son suficientes para responder a Dios como él desea. Lo
hacemos en las cosas grandes, y también en las pequeñas. Por ejemplo, cuantas
veces no damos un golpe de puerta, o hacemos otro ruido, o murmuramos, para
reafirmar nuestra voluntad, y a menudo en cosas nimias, pequeñas, pobres, y a
menudo sin que llegue a enterarse aquel que ha motivado nuestra mala acción. O
cuantas veces volvemos a nuestros recuerdos para traer a cuenta agravios
pasados, que quizás, a veces no eran tales o tan grandes.
Somos humanos,
frágiles, pecadores, pero no debemos de olvidar que Dios nos ha llamado a la
vida monástica, a seguirle bajo la guía de la Regla. Nos enseña san Cesáreo de
Arlés: “Alegrémonos, porque hemos merecido ser templo de Dios; pero vivamos
a la vez con el temor de destruir con nuestras malas obras este templo suyo”
(Sermón 229). Esforcémonos, luchemos para no ser pobres de todo bien,
pobres de amor, pobres de bondad, de confianza en Dios, de esperanza eterna,
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