domingo, 18 de agosto de 2019

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA


CAPÍTULO  38
EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.  

Según Juan Casiano en las comunidades de Egipto las comidas se hacían en silencio y la costumbre de la lectura espiritual procede de las comunidades de Capadocia.

Parece que la razón de su institucionalización no fue tanto el estar ocupados espiritualmente durante las comidas como evitar las conversaciones vanas y ociosas en el refectorio. Poco después, apunta Casiano, se añade la razón de ahorrar cualquier disputa que pudiera surgir y que no se veía la manera de evitar. (cfr Instituciones, L. IV, XVII) Tal era la preocupación por mantener el silencio en las comidas, donde ya se hacía con la capucha puesta, para evitar otra visión que no fuese la del propio plato, y así evitar la mirada sobre la comida de otro. Esta costumbre se mantiene todavía en las escasa comidas comunitarias de los cartujos. También entre nosotros, sobre todo en invierno, hay algún monje que guarda esta costumbre.

Es san Agustín quien argumenta que no solamente es preciso alimentar el cuerpo, sino también el espíritu, por la boca y la escucha. Dice el Deuteronomio: “el hombre no vive solo de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Deut 8,3). San Benito recoge ambas tradiciones, pero se inclina hacia la versión agustiniana, e incluye una referencia al silencio cuando habla del silencio absoluto que debe haber en el refectorio, donde no debe escucharse más que la voz del lector, un silencio semejante al que nos debe acompañar durante toda la jornada. Conviene no olvidar que ya dedica el capítulo VI al tema del silencio.

San Benito también muestra una atención hacia la figura del lector, al destacar la necesidad de que reciba la bendición para que el Señor le ayude en su servicio, que tome un poco de vino con agua antes de comenzar a leer; y que no se escoja el lector al azar, sino que sea capaz de instruir, de edificar a los oyentes con su lectura. Todo un conjunto de aspectos, que debe mover al lector a ser consciente de su responsabilidad en su servicio de lectura y de la misma Palabra de Dios, que llega cada día a toda la comunidad.

Durante el año escuchamos lecturas diversas. Si, por un lado, en la lectura de colación se atiende más a lecturas espirituales, en el refectorio, aunque se tenga en cuenta esta temática espiritual no tiene el estilo tan espiritual, pues, por otra parte, es más difícil seguir la lectura con la misma atención que en la colación.

A lo largo de los últimos meses recordamos lecturas escuchadas en el refectorio y seguidas con interés, como, por ejemplo, el libro de Pilar Rahola sobre la persecución de los cristianos en el mundo. Seguramente otra lectura sería el libro “La eternidad de las horas”, sobre la experiencia de cuatro jóvenes en la cartuja de Parkminster, los años 60. O bien, últimamente el libro sobre el origen y aplicación de la medida política de la desamortización, que ha marcado en gran medida la historia de nuestro monasterio y de tantos otros, a lo largo de los siglos.

El objetivo, como dice san Benito, es doble: primero formarnos, y después ayudarnos a mantener el silencio, lo cual no siempre es fácil, pues siempre cabe la tentación de comentar algún aspecto de la misma lectura, y de la misma comida, por lo que recomienda el absoluto silencio y la utilización de un gesto antes que una palabra.

Para san Benito, la lectura se ha desarrollar recogiendo las numerosas expresiones y negaciones del capítulo, sin que nadie tome la iniciativa propia en la lectura, evitando el riesgo del orgullo. Otro punto es el del silencio y el posible comentario con los vecinos de mesa. La dificultad mayor, como destaca Aquinata Bockman es mantener la humildad y el silencio. San Benito parece que piensa en el servicio de lector como un servicio difícil, que hacen necesario unos lectores capaces, pero que aún así tienen necesidad de la bendición del Señor para llevarlo a cabo. Pero esto no es una novedad, pues a lo largo de toda la Regla estas ideas están muy presentes: humildad, silencio, conciencia de las propias limitaciones, necesidad de la ayuda del Señor. Y, además, otra idea importante: la relación entre la liturgia eucarística y las comidas de la comunidad, entre el altar y la mesa. En ambos casos comportan rituales, plegarias, cantos o lecturas. La Palabra de Dios está presente tanto en relación al altar, como en relación a la mesa, pues, en definitiva, esta Palabra debe ser el eje fundamental de nuestra vida, de toda nuestra jornada monástica.

El pan y el vino, san Benito nombra directamente el vino, son otros de los elementos comunes. Las comidas comunitarias vienen a ser un ágape, una prolongación de la misma Eucaristía. Así lo pone de relieve también la estructura de nuestros monasterios, haciendo del refectorio un espacio de un nivel semejante al del oratorio o la sala capitular.

Oliveto Geradin, un monje olivetano, en su libro “Confesión de un joven monje”, describe el refectorio monástico como un espacio donde “gracias al silencio y a la lectura, nos restauramos no solo a nivel material, sino también intelectual y espiritual. Se trata de una recuperación de la unidad de nuestro ser. Por eso el refectorio está en relación con el oratorio del monasterio y con la liturgia que allí se celebra”. (Confession d’un jeune moine, p.57)

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