domingo, 15 de septiembre de 2019

CAPÍTULO 64 LA INSTITUCIÓN DEL ABAD


CAPÍTULO 64
LA INSTITUCIÓN DEL ABAD

 En la ordenación del abad siempre ha de seguirse como norma que sea instituido aquel a quien toda la comunidad unánimemente elija inspirada por el temor de Dios, o bien una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con un criterio más recto. 2 La elección se hará teniendo en cuenta los méritos de vida y la prudencia de doctrina del que ha de ser instituido, aunque sea el último por su precedencia en el orden de la comunidad. 3 Pero, aun siendo toda la comunidad unánime en elegir a una persona cómplice de sus desórdenes, Dios no lo permita, 4 cuando esos desórdenes lleguen de alguna manera a conocimiento del obispo a cuya diócesis pertenece el monasterio, o de los abades, o de los cristianos del contorno, 5 impidan que prevalezca la conspiración de los mal intencionados e instituyan en la casa de Dios un administrador digno, 6 seguros de que recibirán por ello una buena recompensa, si es que lo hacen desinteresadamente y por celo de Dios; así como, al contrario, cometerían un pecado si son negligentes en hacerlo. 7 El abad que ha sido instituido como tal ha de pensar siempre en la carga que sobre sí le han puesto y a quién ha de rendir cuentas de su administración; 8 y sepa que más le corresponde servir que presidir. 9 Es menester, por tanto, que conozca perfectamente la ley divina, para que sepa y tenga dónde sacar cosas nuevas y viejas; que sea desinteresado, sobrio, misericordioso, 10 y «haga prevalecer siempre la misericordia sobre el rigor de la justicia», para que a él le traten la misma manera. 11 Aborrezca los vicios, pero ame a los hermanos. 12 Incluso, cuando tenga que corregir algo, proceda con prudencia y no sea extremoso en nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, rompa la vasija. 13 No pierda nunca de vista su propia fragilidad y recuerde que no debe quebrar la caña hendida. 14 Con esto no queremos decir que deje crecer los vicios, sino que los extirpe con prudencia y amor, para que vea lo más conveniente para cada uno, como ya hemos dicho. 15 Y procure ser más amado que temido. 16 No sea agitado ni inquieto, no sea inmoderado ni tercer no sea envidioso ni suspicaz, porque nunca estará en paz. 17 Sea previsor y circunspecto en las órdenes que deba dar, y, tanto cuando se relacione con las cosas divinas como con los asuntos seculares, tome sus decisiones con discernimiento y moderación, 18 pensando en la discreción de Jacob cuando decía: «Si fatigo a mis rebaños sacándoles de su paso, morirán en un día». 19 Recogiendo, pues, estos testimonios y otros que nos recomiendan la discreción, madre de las virtudes, ponga moderación en todo, de manera que los fuertes deseen aun más y los débiles no se desanimen. 20 Y por encima de todo ha de observar esta regla en todos sus puntos, 21 para que, después de haber llevado bien su administración, pueda escuchar al Señor lo mismo que el siervo fiel por haber suministrado a sus horas el trigo para sus compañeros de servicio: 22 «Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes».

El capítulo 64 es el segundo de los que san Benito dedica al Abad, junto al capítulo 2, teniendo presente que esta figura es omnipresente a lo largo de toda la Regla. Este capítulo tiene dos partes: una primera dedicada a la elección del abad, y la segunda, refiere lo qué pensar, tener presente como pautas de actuación. El título corresponde a la primera parte, pero aprovecha para reflexionar de nuevo sobre la tarea del abad y aportar sus acertados consejos.

En la Regla del Maestro la elección estaba en manos del abad anterior. San Benito da un paso más en la democratización de la institución. San Gregorio de Nisa había advertido de los peligros que una metodología como la de la Regla del Maestro, haciendo referencia explícita a lo que podía suponer buscar la gloria humana, agradar a los demás antes que agradar a Dios. Seguramente es una de las razones, pero no la única que mueve a san Benito a buscar otro sistema de proveer el cargo de abad y donde el papel de la comunidad sea determinante, incluso por encima del obispo. No obstante, pone unos límites, no tanto para la elección sino para impedir que la elección no sea limpia y pueda provocar el desorden dentro de la comunidad, lo cual motivaría la intervención del obispo o de los abades, o incluso, dice textualmente, de los cristianos vecinos, de manera que se restablezca la fidelidad a la Regla.

San Benito cree en una vocación madura, libre y decidida, pero sabe también el riesgo de caer en la tentación del desencanto y la comodidad. Como dice san Agustín: “no tengáis por algo grande ser escuchados en vuestra voluntad, considerad grande, verdaderamente grande, ser escuchados en aquello que es de provecho. (Sermón 354,7)

Queda claro para san Benito que el abad, como toda la comunidad, tiene como misión fundamental el mantenimiento del espíritu en el seguimiento de la Regla, y si esto no se produce, “Dios no lo quiera”, es preciso recuperar esa fidelidad a la Regla. Habla de la conspiración de los malos y establece un sistema de institución, pero también de control. Primero una elección por parte de la comunidad, o por una parte de ésta con méritos de vida y sabiduría de doctrina, lo cual no queda muy claro en cuanto a la evaluación de los méritos y la sabiduría, y por otra parte un control episcopal siempre guiado por una intención pura y por el celo de Dios. Este control, en el caso de nuestra Orden, es uno de los ejes de la Carta Caritatis.

Dom Guillermo abad de Mont des Cats habla en su comentario del difícil equilibrio entre nuevos proyectos comunitarios y el mantenimiento de la paz, con el riesgo de caer en un cierto victimismo, y desilusión. Sería la misma trayectoria que el abad Cassiá comenta cuando habla del buen celo con respecto a todo monje, y que puede afectar a la responsabilidad de un cargo dentro de la comunidad: una fase eufórica, otra de desencanto y una tercera, necesaria, de equilibrio, a la que no todos llegan. Para ayudar a este equilibrio, san Benito enumera un conjunto de condiciones o de consejos que se pueden resumir en no perder nunca de vista la propia debilidad y en mantener la paz interior, o dicho de otra forma, no abandonarse espiritualmente. De este objetivo se derivan unos consejos concretos: más servir que mandar, desinteresadamente, sobriedad, misericordia, detestar los vicios, previsor. Y simultáneamente, huir de la turbulencia, de la preocupación, exageración, obstinación, celotipias, suspicacias… A Cristo nos acercamos cada uno según nuestra manera de ser, nuestro ritmo… Es importante, ni provocar la angustia ni cargar en exceso, así como el no dejar crecer los vicios. En suma, que lograr ese equilibrio no es nada fácil.

San Benito no lo pone fácil, marcando un perfil difícil de alcanzar a partir de nuestras debilidades físicas o morales, pero sale con el consejo final, fundamental, de mantener, sobre todo, los puntos de la Regla. Tenemos en la Regla, la hoja de ruta para nuestra vida, lo cual no quiere decir que somos capaces de cumplirla en su totalidad o en parte, pero esto no significa que no sabemos lo que tenemos que hacer, y cual debe ser nuestro comportamiento, y nuestro objetivo primero de buscar todos juntos a Cristo, para que a todos nos lleve a la vida eterna. Sabemos que la Regla no es un fin en sí misma, que es un comienzo de vida monástica, una honestidad de costumbres, y su sentido es encaminarnos a unos horizontes infinitos de doctrina y de virtud, y quien la practique logrará con la ayuda de Dios, la patria celestial, hacia la cual estamos en camino.

Por esta razón fundamental no debemos perder nunca el objetivo de nuestra vida: ir hacia Cristo, y es por esto que pide al abad que se apoye en la ley divina, de la cual la Regla viene a ser un manual de acciones concretas. Evangelio y Regla son los dos textos fundamentales que han de guiar nuestra vida hacia Cristo.






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