CAPÍTULO 71
LA
OBEDIENCIA MUTUA
El bien de la
obediencia no sólo han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también
han de obedecerse los hermanos unos a otros, 2 seguros de que por este camino
de la obediencia llegarán a Dios. 3 Tienen preferencia los mandatos del abad o
de los prepósitos por él constituidos, mandatos a los cuales no permitimos que
se antepongan otras órdenes particulares; 4 por lo demás, obedezcan todos los
inferiores a los mayores con toda caridad y empeño. 5 Si alguno es un
porfiador, sea castigado. 6 Cuando un hermano es reprendido de la manera que
sea por el abad o por cualquiera de sus mayores por una razón cualquiera, aun
mínima, 7 o advierte que el ánimo de alguno de ellos está ligeramente irritado
contra él o desazonado aunque sea levemente, 8 al instante y sin demora irá a
postrarse a sus pies y permanecerá echado en tierra ante él dándole
satisfacción, hasta que con una palabra de bendición le demuestre que a se ha
pasado su enojo. 9 Y, si alguien se niega a hacerlo, será sometido a un castigo
corporal; si se muestra contumaz, será expulsado del monasterio.
En la última parte
de la Regla, san Benito nos da unas recomendaciones finales como
recapitulación. Nos habla de que si nos piden algo imposible de hacer, no
debemos renunciar a realizarlo; también que no debemos defender ni menos
agredir a un hermano de comunidad, para hablar finalmente de la obediencia y
del buen celo. Este capítulo resume toda la Regla en doce versos.
La obediencia está
presente en toda la Regla: al abad, a los decanos, a Cristo. A Cristo creemos
todos que le obedecemos puntualmente, pero no es fácil interpretar qué nos
quiere decir, y podemos estar tentados de entender como voluntad suya lo que
nos agrada, y estar convencidos de que hacemos su voluntad cuando estamos
haciendo la nuestra. Pero tampoco esta exento de dificultad interpretar lo que
nos dicen los otros como voluntad de Dios, pues la mayor parte de las veces
creemos ver una voluntad particular, o un capricho.
Destacamos que san
Benito nos habla de obedecernos unos a otro, poniendo al abad, al prior, a los
ancianos en un lugar destacado de nuestra obediencia, sabiendo que la
obediencia, en definitiva, es el camino que lleva a Dios, no a satisfacer los
caprichos de otros o a ganarnos su voluntad o afecto de una manera particular,
o extraviada.
San Benito nos ha
hablado en los capítulos anteriores que ninguno se tome la libertad de tomar
partido por alguien o en contra de un hermano de manera arbitraria; no se trata
de seguir un caudillo humano. Para él la obediencia es un bien y como tal nos
lleva a Dios; no es un objetivo en si misma sino un medio. Porque la manera
como podemos escuchar a Dios pasa por escuchar a los hermanos, y a la vez ser
conscientes de que cuando expresamos nuestra propia voluntad, ésta no debe diferir
de lo que creemos es voluntad de Dios. La vida comunitaria no es fácil, y a
menudo corremos el peligro de caer en la tentación de rechazo: se comienza con
molestias como pasan las paginas en el coro y acaba por molestarnos hasta su
respiración, creyéndonos mártires al tener que soportarlo, sin tener en cuenta
nuestras propias debilidades, y perdiendo la imagen de Cristo en el hermano,
que es algo grave. No es ésta la indignación de la que habla san Benito, sino
de otra justificada, legítima; pues lo que no pueden pretender es tener los
aduladores y no hermanos de comunidad. Si caemos en esta trampa, hoy nos
molestará un hermano, mañana será otro…, porque, al fin y al cabo, lo que
sucede es que no estamos bien espiritualmente, y nuestra relación con Dios no
es correcta.
Este capítulo es
reversible también. Intentamos descubrir la voluntad de Dios a través de los
otros, y a la vez nos debemos sentir también como transmisores de la voluntad
divina, y por tanto evitar que salga de nosotros, exclusivamente, nuestra
voluntad, o nuestro capricho. A menudo decimos “hay que hacer tal cosa”, cuando
sería más adecuado decir “yo creo, o es mi opinión que habría que hacer esto”,
y no caer en el dicho castellano: “Dijolo Blas, punto redondo”.
La obediencia no tiene hoy buena prensa, pues
ha habido toda una tradición de abuso de ella, asociado a una obediencia ciega,
frustrante, aniquiladora. Ciertamente, los regímenes autoritarios de uno u otro
signo, que el mundo ha vivido a lo largo del siglo XX nos han transmitido este
término bajo la idea o el concepto de una obediencia en nombre de la cual se
han cometido verdaderos excesos, auténticos atentados contra la humanidad, ante
los cuales los ejecutores directos podían esgrimir el argumento de la
obediencia debida a sus autores intelectuales. No nos habla san Benito de esta
obediencia, sino de una obediencia responsable y liberadora de nuestra
voluntad, porque la obediencia para san Benito es siempre una obediencia a
Dios, ejercida por personas movidas por el temor de Dios que no quiere decir
miedo, sino todo lo contrario, una obediencia autónoma e independiente, en
definitiva, libre.
El objetivo, de
san Benito nos puede parecer imposible: permanecer en lo que somos y venir a
ser otros como imágenes de Dios. No se trata de una limpieza del cerebro – una
comida de coco - por parte de otro hermano, ni imponerse para obtener la propia
satisfacción, sino que más bien se trata de alejarse del egoísmo, del orgullo,
la autosuficiencia para insertarnos en una comunidad que busca a Dios. La
obediencia orientada a Dios nos libera, si se somete al capricho humano mata
toda esperanza de alcanzar a Dios.
La obediencia
mutua si se lee este texto de una manera superficial, se tiene la impresión que
es un ejercicio de poder y de autoridad por parte del anciano, que en
definitiva solo busca un gesto de humillación por parte de los más jóvenes, que
viene a ser una especie de veteranía malsana. En realidad, nos habla de la
relación mutua cuando detectamos o provocamos en el ánimo del otro irritación o
disgusto, ira o indignación, haya una actitud respetuosa y reparadora, siempre
que sea un disgusto legítimo y no arbitrario. En realidad, en el fondo, esto es
la conversión, pues llegamos al monasterio para convertirnos, para dejarnos
transformar gradualmente a imagen de Cristo, para descubrir su voluntad y
adecuar la nuestra. No para conformar toda la comunidad a nuestra voluntad, ni
para recordar agravios pasados. Nos reunimos en comunidad llamados por Cristo,
intentamos buscarlos todos juntos, día tras día, año tras año, lo cual nos
exige entre nosotros respeto y paciencia. Este respeto no se limita a las
buenas maneras, aunque son muy importantes. Implica buscar la voluntad de
Cristo a través de los signos que tenemos más cerca de nosotros.
San Benito no nos
pide que nos miremos a nosotros mismos, que nos pongamos de modelo, sino
intentar acomodar nuestra voluntad a la de Cristo. Escribe san Bernardo que
algunos en lugar de seguir a Cristo, huyen de él. Otros para seguirlo pretenden
ir ellos por delante marcando el camino, otros le siguen, pero no lo alcanzan
jamás, y por último otros lo siguen y le encuentran.
Nuestro progreso
consistirá en no imaginarnos nunca que hemos llegado a la meta. Contemplar siempre
al que tenemos delante, a Cristo, tratando de superarnos de manera permanente y
poniendo nuestra imperfección bajo la mirada misericordiosa de Dios.
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