CAPÍTULO
42
EL
SILENCIO DESPUES DE COMPLETAS
En todo tiempo han
de cultivar los monjes el silencio, pero muy especialmente a las horas de la
noche. 2 En todo tiempo, sea o no de ayuno 3 -si se ha cenado, en cuanto se
levanten de la mesa-, se reunirán todos sentados en un lugar en el que alguien
lea las Colaciones, o las Vidas de los Padres, o cualquier otra cosa que
edifique a los oyentes; 4 pero no el Heptateuco o los libros de los Reyes,
porque a los espíritus débiles no les hará bien escuchar a esas horas estas
Escrituras; léanse en otro momento. 5 Si es un día de ayuno, acabadas las
vísperas, acudan todos, después de un breve intervalo, a la lectura de las
Colaciones, como hemos dicho; 6 se leerán cuatro o cinco hojas, o lo que el
tiempo permita, 7 para que durante esta lectura se reúnan todos, si es que
alguien estaba antes ocupado en alguna tarea encomendada. 8 Cuando ya estén
todos reunidos, celebren el oficio de completas, y ya nadie tendrá autorización
para hablar nada con nadie. 9 Y si alguien es sorprendido quebrantando esta
regla del silencio, será sometido a severo castigo, 10 a no ser que lo exija la
obligación de atender a los huéspedes que se presenten o que el abad se lo
mande a alguno por otra razón; 11 en este caso lo hará con toda gravedad y con
la más delicada discreción.
San Benito destaca
que los monjes, ante todo, deben ser hombres de silencio, cultivarlo siempre,
durante todo el día, pero sobre todo a la noche, periodo que se viene a llamar
el gran silencio. El monje ha de ser un hombre de silencio, de oración,
de trabajo, enemigo de la murmuración, amigo de Dios en todo tiempo. El
silencio de los monjes no es un silencio estéril, sino atento, expectante, en
la línea de la concepción teológica cristiana del silencio. Jesús se retiraba a
menudo a la noche a orar, solo, en silencio ante el Padre.
Para el gran
silencio nos preparamos con los Salmos de Completas, con los que invocamos la
protección del Señor durante la noche, viendo la noche en relación con la
muerte, con el tiempo de Jesús en el sepulcro, una noche que no es el fin sino
la espera de un nuevo día, recuerdo del momento de la Resurrección, cuando
todavía era oscuro en aquel domingo primero, momento que recordamos en el
oficio de Maitines. Este silencio nocturno tiene un sentido escatológico, el
sentido de la muerte para resucitar a un nuevo día, a una nueva vida.
Para preservar
nuestro silencio hay como tres círculos que nos ayudan. En primer lugar, la misma situación del
monasterio. No estamos en el desierto, es cierto, pero sí a una cierta
distancia de los núcleos urbanos, y esto lejos de ser un inconveniente debemos
verlo como una situación privilegiada que nos centra en nuestra vida de
búsqueda de Cristo, evitando obstáculos innecesarios. “El lugar más adecuado
para dedicarse a la oración, a la contemplación y a la soledad es un lugar
remoto y tranquilo” (Dionisio el cartujano). Es un concepto de separación
del mundo de fuga mundo, como se formulaba en otro tiempo, y que hoy podríamos
entender como un tomar distancia para ver el mundo con una cierta perspectiva
que nos permite orar por él, del que formamos parte, y a la vez contemplándolo
con los ojos de la fe
.
Un segundo círculo
es el mismo monasterio, que siguiendo la Regla está pensado para poder vivir
allí sin sentirse encerrado, con espacios amplios, en un lugar privilegiado por
el entorno y la misma arquitectura, concebida para esta finalidad: ayudarnos a
vivir con intensidad la búsqueda de Dios. Un espacio para orar, un espacio
donde comer escuchando una lectura; otro donde seguir la lectura de la Regla;
otro donde trabajar, otro donde descansar, donde escuchar la Palabra… Algunos
de estos espacios los compartimos con quienes se acercan como huéspedes, para
compartir el silencio y la oración, para lo que necesitan una ayuda, dada la
dificultad del ambiente social, lo cual supone también para la comunidad un
mayor esfuerzo de fidelidad en nuestra vida monástica, para ser también más
fieles en el testimonio.
El círculo tercero
es, seguramente, el más importante. Es el silencio interior que se facilita en
principio con la práctica del exterior. Es un punto que comenta san Columbano:
“Lo
que es óptimo suele ser también muy frágil, y las cosas más preciosas exigen
una mayor cautela y custodia más diligente. Es frágil lo que una pequeña
palabra puede hacer perder, o aniquilar un pequeño daño de un hermano. Porque
no hay nada que atraiga tanto como decir cosas que en realidad no importan a
los demás, o preocuparse de cosas con las que no van a hacer nada, decir palabras
ociosas, o hablar de los ausentes. Entonces, los que no puedan decir: “El Señor
me ha dado una lengua de maestro para que, con la palabra, sepa sostener a los
cansados, que callen, y si dicen alguna cosa que sea pacífica” (De las
Instrucciones de san Columbano, Abad)
A este esfuerzo
por mantener el silencio, especialmente el silencio nocturno nos ayuda, al
acabar el día, la lectura. San Benito nos habla de las lecturas de las
Colaciones o las Vidas de los Padres, o algo edificante. Es como si al acercarnos
a la oración final del día lo que escuchamos se transformara en un suave rumor
que nos invita al silencio. Los tiempos han cambiado y el silencio interior y
exterior ha de ser también un silencio virtual para poder reposar en paz, como
le pedimos cada día al Señor.
Hablamos demasiado
del silencio, y acabamos rompiéndolo a la más mínima ocasión para atraer la
atención del otro. Quizás por eso habla san Benito en el capítulo VIII en el
sentido de prohibir las palabras groseras, ociosas y que producen risas,
condenándolas a una eterna reclusión.
Hay momentos y
momentos, y como dice el libro del Eclesiástico: “Un hablar inoportuno es
como reír en un funeral” (Eclo 22,6). Hay lugares y momentos privilegiados
para mantener el silencio: el coro, el claustro, el refectorio, sala
capitular…. A partir de Completas y hasta después de Laudes. Aprovechémoslos.
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