domingo, 13 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 62 LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 62

LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO

1 Si algún abad desea que le ordenen un sacerdote o un diácono, elija de entre sus monjes a quien sea digno de ejercer el sacerdocio. 2 Pero el que reciba ese sacramento rehúya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de estar sometido mucho más a la observancia de la regla. 4 No eche en olvido la obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso mismo ha de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará siempre el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio, 6 a no ser cuando ejerce el ministerio del altar o si la deliberación de la comunidad y la voluntad del abad determinan darle un grado superior en atención a sus méritos. 7 Recuerde, sin embargo, que ha de observar lo establecido por la regla con relación a los decanos y a los prepósitos. 8 Pero si se atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere, se tomará como testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se enmendare, siendo cada vez más notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio, 11 si en realidad su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la regla.

Sacerdocio y vida monástica, escuchando la Regla y muchos Padres del monaquismo, dan la impresión de ser dos vocaciones de difícil convivencia. Lo que nos quiere subrayar san Benito es que venimos al monasterio para buscar a Dios en una vida monástica, y no para llevar a cabo otro tipo de función o servicio que nos apetece más, y que puede ir ahogando nuestra vocación, sino lo tenemos claro, y la ponemos en manos de Dios.

En la vida monástica el sacerdocio es un servicio a la comunidad y a la Iglesia. Sería un error ambicionarlo en una línea de “hacer carrera”, O un subterfugio para acceder al sacerdocio sino se ha podido conseguir en el seminario diocesano. Siempre, en el monasterio debe ser primero la vocación monástica, como sugiere san Benito en el capítulo sobre la admisión de los hermanos, diciendo que una vez hecha la profesión al monje no se le será permitido “sustraerse al yugo de la Regla, pues una vez pensado había podido rehusar o aceptar” (RB 58,16)

Ciertamente, en la época de san Benito la celebración de la Eucaristía diaria no era una costumbre habitual. Se conservaba la idea del cristianismo primitivo de destacar el primer día de la semana con la reunión alrededor del altar para celebrar el Día del Señor y su Resurrección. Entonces, un solo sacerdote podía atender a toda la comunidad en el servicio del altar. Pero, progresivamente, se fue pasando a la celebración diaria para cada sacerdote, de aquí el vestigio arquitectónico de las múltiples capillas en la iglesia para permitir la celebración eucarística con un mínimo de privacidad. Hoy, esta costumbre pervive en algunas cartujas y la reforma del Vaticano II se ha ido imponiendo, y con ello la concelebración, tendiendo que la eucaristía comunitaria sea el eje sobre el que bascula toda la jornada diaria con la plegaria, el trabajo y el contacto con la Palabra.

Así el Decreto Perfectae Caritatis dice que los consagrados “con el corazón y con los labios y según la mente de la Iglesia, celebren la sagrada liturgia, principalmente el misterio sacrosanto de la Eucaristía, y alimente la propia vida espiritual de esta fuente inagotable. (PC 6)

La tradición monástica se muestra siempre muy reservada sobre el acceso de los monjes al sacerdocio. Es el caso de Juan Casiano con su celebre frase de que los monjes “huyan de las mujeres y de los obispos”; de estos últimos para evitar la tentación de la ordenación (Instituc. 11,18).  También Cirilo de Escitopolis atribuye a san Sabas la frase “el principio y la raíz del amor al poder es el deseo de ser clérigo” (Vida de san Sabas 18). Con el tiempo, sobre todo a partir del siglo XIII también en nuestro Orden se establecen dos categorías de monjes: los de coro, que debían ser sacerdotes y los hermanos o laicos. Una división que venía ya desde el ingreso en la comunidad, cuando se optaba por una u otra opción, sin posibilidad de cambio posterior.

Todo este panorama finaliza con el Vaticano II, den su decreto Perfectae Caritatis:

“Los monasterios y los institutos masculinos no meramente laicales pueden admitir, según su carácter y de acuerdo con ls constituciones, clérigos y laicos, con el mismo estilo de vida y los mismos derechos y obligaciones, con excepción de aquellas que se deriven del orden sagrado” (PC, 15)

Así se pone fin a la división de monjes de coro y hermanos laicos, o de padres y hermanos, para formar una comunidad uniforme con diferentes servicios, ya que servicio es el sacerdocio.

Si san Benito hubiera vivido en el siglo XX y hubiera aplicado las resoluciones del Vaticano II, que en cierta forma retornaban a lo que él entendía por vida monástica, vemos lo que le preocuparía: evitar la vanagloria y el orgullo de la ordenación; que se atreviera a considerarse diferente del resto de hermanos; que dejará de ocupar el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio: que no obedeciera la Regla y las observancias establecidas…

La conclusión a la que llega san Benito es que si el monje sacerdote no actúa debidamente debe ser juzgado como rebelde y no como sacerdote. En una primera lectura puede parecer que no es un entusiasta del sacerdocio monástico, pero de hecho tiene la preocupación de los riesgos que puede haber e intenta prevenir con sus advertencias.

El que fue pastor de la Iglesia de Tarragona, el cardenal Francisco de Asís Vidal i Barraquer, del que se celebra estos días el aniversario de su muerte en el exilio suizo de Friburgo, decía a los sacerdotes:

“que vuestro ejemplo y vuestras palabras siempre libres de toda pasión, edifiquen a los fieles. Exhortad, enseñad, actuad con aquella altura y rectitud de miras, con aquella serenidad y humildad, con aquel desapasionamiento, con aquella paz y serenidad de espíritu propias de un ministro de Cristo, y dispensador de los misterios de un Dios que vino a traernos paz y amor” (Carta Pastoral de los obispos de Cataluña, 7/03/1824) .

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