domingo, 20 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 69 NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 69

NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO

Debe evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso de que les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no cumpla esto será castigado con gran severidad.

Los comentaristas de la Regla nos dicen que éste acababa con el capítulo 66, donde invita a menudo en la comunidad, para que nadie alegue ignorancia.

Se podría interpretar que estos capítulos finales son una añadidura, al ser consciente san Benito que hay aspectos de nuestra vida importantes en relación a la vida comunitaria, que no son de menor importancia. Y añadiéndolos viene a completar con la singular sugerencia del capítulo 72 sobre el buen celo, que es una buena recapitulación de la Regla.

En la escucha asidua de la Regla se pervive que san Benito no es muy amigo de particularismos, de las relaciones particulares excesivamente estrechas, e incluso advierte del peligro de las mismas.

Este capítulo, junto con el siguiente nos vienen a hablar del mismo tema: de las amistades particulares, de los grupos de presión. San Benito nos dice que de ninguna manera nos podemos tomar la libertad de defender a otro hermano, ni tampoco pegar arbitrariamente. El peligro de dar lugar a escándalos es muy grave, y lo que queremos para nosotros no lo debemos hacer a otros, concluirá aludiendo a la sabiduría de la Escritura. Nos viene, pues, a decir, que no somos nadie para erigirnos en jueces de nuestros hermanos, por lo tanto, no tenemos capacidad para absolver a o condenar a nadie. Esto no es nada fácil, y nos cuesta llevarlo a la práctica, aceptar la pluralidad, a la vez que debemos considerar que la comunión es el único objetivo que nos debe unir, la búsqueda de Dios para llegar a la vida eterna.

Dios nos llama a la vida monástica, y en esta vida los compañeros nos lo elegimos nosotros, sino que nos los pone Dios en el camino. Entonces, hacer acepción de personas, juzgarlos dignos o indignos de ser monjes no entra en nuestras atribuciones. Pero a veces creemos lo contrario, y nos consideramos con atribuciones excepcionales para decidir si otro monje debería estar o no en la comunidad, o hacer éste u otro servicio. En definitiva, el origen viene a estar en nuestra falta de humildad. Es lo que nos viene a adoctrinar el evangelio de “ver la mota en el ojo del hermano y no la viga en el propio ojo”. (Mt 7,3-5; Lc 6 41-42

San Benito nos habla de hechos concretos que ponen de relieve nuestra afección o desafección hacia otro hermano, y lo concreta en el hecho de “defender” o “pegar”, que lo podemos llevar a cabo de manera directa o indirecta.

Algo que escuchamos estos días en el refectorio a través de la lectura del libro Murmuración. También es un tema que podemos escuchar con frecuencia en las enseñanzas del Papa Francisco.

La murmuración es una agresión tanto o más grave que la física, como lo puede ser también una mala cara hacia aquellos que no “bailan” a los ritmos que nosotros marcamos. U otros actos destemplados que podemos tener hacia los demás.

El monasterio no es un lugar para llevar a cabo determinadas actitudes personales; el monasterio no es un lugar para amistades excesivamente particulares, que nos pueden llevar al malestar o a manipulaciones personales que pueden incidir en la división de la comunidad. El monasterio no es un lugar para pensamientos sobre la dignidad o indignidad de otros monjes en relación a una vida de comunidad. Y éste no es el camino del Evangelio, ni tampoco el de la Regla, sino un camino estéril, supeditado al capricho personal, que nos imposibilita de ver al hermano como imagen de Dios. En el fondo soy yo mismo sumido en mi egoísmo que doy lugar a un clima enrarecido en la vida comunitaria, creyéndome el centro de todo y de todos.

Solamente hay un hombre perfecto: Cristo, como nos recuerda el Vaticano II (GS,41). Todos nosotros estamos llamados a la perfección, a hacer camino. La afección o desafección, afinidad o no afinidad, no deben traducirse en defensas u ofensas, porque vendrían a ser siempre parciales e injustas. El juez. solamente es Dios; nosotros, por muy perfectos que nos lleguemos a creer, solo somos objetos de su juicio.

San Máximo de Turín escribe: “aquel que es consciente de tener per compañero a Cristo se avergüenza de hacer cosas malas. Cristo es nuestra ayuda en las cosas buenas; el que nos preserva en las malas” (Sermón 73)

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