domingo, 6 de septiembre de 2020

CAPÍTULO 55 LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS

 

CAPÍTULO 55

LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS

1 Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en que viven, 2 pues en las regiones frías se necesita más que en las templadas. 3 Y es el abad quien ha de tenerlo presente. 4 Nosotros creemos que en los lugares templados les basta a los monjes con una cogulla y una túnica para cada uno – 5 la cogulla lanosa en invierno, y delgada o gastada en verano -, un escapulario para el trabajo, escarpines y zapatos para calzarse. 6 No hagan problema los monjes del color o de la tosquedad de ninguna prenda, porque se adaptarán a lo que se encuentre en la región donde viven o a lo que pueda comprarse más barato. 8 Pero el abad hará que lleven su ropa a la medida, que no sean cortas sus vestimentas, sino ajustadas a quienes las usan. 9 Cuando reciban ropa nueva devolverán siempre la vieja, para guardarla en la ropería y destinarla luego a los pobres. 10 Cada monje puede arreglarse, efectivamente, con dos túnica y dos cogullas, para que pueda cambiarse por la noche y para poder lavarlas. 11 Más de lo indicado sería superfluo y ha de suprimirse. 12 Hágase lo mismo con los escarpines y con todo lo usado cuando reciban algo nuevo. 13 Los que van a salir de viaje recibirán calzones en la ropería y los devolverán, una vez lavados, cuando regresen. 14 Tengan allí cogullas y túnicas un poco mejores que las que se usan de ordinario para entregarlas a los que van de viaje y devuélvanse al regreso. 15 Para las camas baste con una estera, una cubierta, una manta y una almohada. 16 Pero los lechos deben ser inspeccionados con frecuencia por el abad, no sea que se esconda en ellos alguna H 4 Jun. 6 Sep. 9 Dic. 2 Mar. 109 cosa como propia. 17 Y, si se encuentra a alguien algo que no haya recibido del abad, será sometido a gravísimo castigo. 18 Por eso, para extirpar de raíz este vicio de la propiedad, dará a cada monje lo que necesite; 19 o sea, cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas; y así se elimina cualquier pretexto de necesidad. 20 Sin embargo, tenga siempre muy presente el abad aquella frase de los Hechos de los Apóstoles: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 21 Por tanto, considere también el abad la complexión más débil de los necesitados, pero no la mala voluntad de los envidiosos. 22 Y en todas sus disposiciones piense en la retribución de Dios.

Que los monjes no hagan problema, sino que se contenten”, afirma san Benito de cara a quienes han optado por una vida en la cual uno sabe, una vez hecha la profesión, que no tiene potestas ni sobre el propio cuerpo (RB 48,25) que debería vivir sin estar condicionado por algunas costumbres que dominan en nuestra sociedad. Hoy, poseer, exhibir lo que se posee, viene a ser una norma de vida, llevando esta necesidad de aparentar a hipotecar, o incluso arruinar a personas y familias. Esta crisis que padecemos lo muestra al faltar unos ingresos determinados o previstos que ha llevado a algunos a cambiar de vida, ante la pobreza y necesidad evidentes. Y puede influir esta situación en nuestra vida monástica, lo cual sería lamentable.

San Benito nos habla de tener lo necesario, y evitar lo superfluo que debe suprimirse. Pero en el aspecto de la posesión no estamos libres de la provocación de los pecados capitales. Incluso podemos aparentar una cierta pobreza, pero que no nos afecta en profundidad, pues no se trata de unos vestidos rotos o sucios, pues ya san Benito tiene previsto que cada monje tenga lo necesario, sino que más bien se trata aquí de la humildad de corazón. Nuestros orígenes son diversos. Hay quien ha padecido necesidad, y hay quien siempre ha tenido bien guardadas las espaldas. Por esto la valoración de lo que es necesario o no puede variar de una persona a otra. Ante el tener o no tener a menudo nos asalta la envidia, que viene a ser madre de la murmuración, al comparar unas personas con otras.

San Benito tiene claro que se debe tener lo necesario; lo necesario para el trabajo que se nos encomienda. Siempre podríamos tener más, estar mejor si no hubiese entrado en el monasterio. No pasar tanta calor en verano, o frío en invierno, tener varios teléfonos móviles, coches, una segunda residencia… Ciertamente hemos renunciado a ciertas cosas, pero la misma vida, en toda persona, implica siempre renuncias. Los padres renuncian a muchas cosas por los hijos: comodidades, tranquilidad, disponer de más tiempo libre. Lo mismo sucede al aceptar o desarrollar un trabajo determinado, que en ocasiones implica un horario laboral incómodo, cambiar de residencia, largos desplazamientos…

Ante todo, hay que valorar cual es el motivo de la renuncia, la razón de fondo, que en muchos casos puede ser una razón económica, pero en nuestro caso la motivación es más elevada. Esta renuncia no la hacemos valer ante la familia, los amigos o conocidos, como si fuéramos campeones de la caridad, pues es evidente que nadie de nosotros lo es; y aquí podríamos aplicar lo que nos dice san Benito cuando nos habla de los instrumentos de las buenas obras: “no que querer que le digan santo antes de serlo, sino ser primero para que después lo puedan decir con verdad”. (RB 4,62)

Nuestra renuncia es por Cristo, y debemos hacerlas con humildad, sin ninguna ostentación. Nuestro vestido a menudo nos identifica, pero no nos justifica para sacar de ello una ventaja, para buscar un reconocimiento gratuito, aunque hoy día en esta sociedad quizás más que un reconocimiento lo que podemos recibir es un rechazo.

Deberíamos mirar no solo nuestros lechos o nuestras celdas para hacernos conscientes de si nos hemos apropiado de algo que no es necesario, sino sobre todo mirar nuestro corazón para ver si la avaricia nos aprisiona, si la envidia nos está oprimiendo, o la soberbia nos reseca por dentro, o si la pereza nos impide de avanzar en el camino de la humildad, o bien si se une a la lujuria o la gula, para acabar, finalmente, en la ira que lo tergiversa todo.

Ester de Waal escribe sobre el camino de la simplicidad como uno de los ejes de la tradición cisterciense. Nos habla de aprender a desprendernos de todo aquello que es inútil y superfluo, para avanzar hacia la simplicidad interior, y no solo hacia la de más apariencia que sería la exterior. Ser monjes desde el interior del corazón y no esforzarse por serlo más que mediante una simple imagen mientras en el interior de nuestro corazón menospreciamos al hermano, que en resumidas cuentas viene a equivaler a menospreciar a Dios. Pensar siempre junto en la retribución de Dios que es lo único importante en la vida de cualquier cristiano, y por tanto mucho más en nosotros. No es la pobreza en sí misma lo que es importante, sino el espíritu de pobreza de corazón que sintoniza muy mal con cualquiera de los pecados capitales.

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