CAPITULO
7,34
LA
HUMILDAD
7El
tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda
obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se
hizo obediente hasta la muerte».
Una lectura en diagonal
de este tercer grado de la humildad nos puede espantar, o llevarnos a decir que
es políticamente incorrecto, puesto que someterse a una total obediencia a alguien
no suena bien y atenta contra una serie de derechos. Pero debemos considerar
que no se trata de una obediencia humana la que nos presenta este grado, sino
que viene a poner el fundamento de un amor a Dios, a imitación de la obediencia
a Cristo. O dicho de otra manera de una obediencia por amor a Dios.
El Decreto Perfectae Caritatis
del Concilio Vaticano II presenta la obediencia ligada al compromiso de seguir
a Cristo, pobre y obediente. La obediencia es la ofrenda de la propia voluntad,
como un sacrificio. Realmente, dejar nuestra voluntad viene a ser un
sacrificio, puesto que tendemos a pensar que estamos en la recta doctrina
haciendo nuestra voluntad. Y no se trata de aniquilar nuestra voluntad, sino de
asimilarla a la voluntad de Dios. El nexo no puede ser otro que el amor, lazo
de unión de nuestro deseo con el deseo de Dios.
Parece imposible,
inabarcable, pero hay un precedente, hay un ser humano, tan humano como
nosotros, excepto en el pecado, que lo ha vivido, Es Cristo, nuestro modelo
que, identificando su voluntad con la del Padre, vino a servir y no a ser
servido, a liberar, y no a ser liberado, a amar, corriendo el riesgo de no ser
correspondido. Es el sentido de la frase de san Agustín: “Ama y haz lo que
quieras”, porque si amamos verdaderamente estamos haciendo la voluntad del
Señor.
El Papa Francisco en su
última encíclica escribe: “decía santo Tomás de Aquino -citando a san
Agustín- que la templanza de una persona con avaricia ni tan solo es virtuosa.
San Buenaventura, con otras palabras, explicaba que las otras virtudes sin la
caridad estricta, no cumplen los mandamientos “como Dios los entiende”
(Fratelli Tutti 91)
San Benito concreta
como el mismo Decreto Perfectae Caritatis, en seguir la voluntad del superior,
partiendo desde el principio que la voluntad de aquel no debe ser otra que la
de Dios. A menudo tenemos una obediencia selectiva, que depende de quién nos lo
manda, de cómo nos lo manda, cuándo nos lo manda, y qué nos manda. No se trata
de hacer sacrificios estériles, y menos de humillaciones, ni atentar contra la
libertad personal y la dignidad intrínseca de todo ser humano creado como hijo
de Dios y amado por Dios. Nos ha creado libres y nos quiere libres, por lo cual
nuestro sacrificio, nuestra obediencia debe ser libremente aceptada y
ejecutada.
No serviría de nada
obedecer por miedo, sería fraudulenta, porque la obediencia no debe conllevar
la dimisión de nuestra responsabilidad respecto a nuestra vida y a las acciones
que estamos llamados a desarrollar. Obedeciendo seguimos siendo totalmente
responsables de nuestros actos en todo momento y ocasión; no es de recibo en la
vida del cristiano, estar exento de la obediencia debida que nos que llevaría a
una cierta impunidad.
Es difícil establecer
paralelismos, pero en la sociedad las leyes son establecidas, en principio,
para favorecer el buen desarrollo de la convivencia, y tienen un aspecto
punitivo para quien las inflige, pero su sentido último debe ser el bien común.
La sociedad se da a sí misma las leyes libremente a través de sus legítimos
representantes, y de esta manera todos se obligan a su cumplimiento, Ciertamente,
son textos escritos y elaborados con un procedimiento más o menos largo,
mientras que interpretar la voluntad de Dios a menudo no es tan fácil. Por esto
es tan importante el elemento clave de este tercer grado de la humildad: el amor
de Dios. Ésta debe ser la clave de la lectura de nuestra obediencia. Podemos
optar libremente por la plaza de criticón, que siempre esta libre en toda
comunidad. Pero debemos plantearnos si nos mueve el amor de Dios, y si
imitamos, entonces, al Señor, pero asumiendo el papel de protestón no podrá
ser.
Como escribe el Papa
Francisco: “la altura espiritual de una vida humana está marcada por el
amor, que es el criterio para una decisión definitiva sobre la valoración
positiva o negativa de una vida humana” (Fratelli Tutti, 92)
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