CAPÍTULO 32
LAS
HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO
El abad elegirá a
hermanos de cuya vida y costumbres esté seguro para encargarles de los bienes
del monasterio en herramientas, vestidos y todos los demás enseres, 2y se los
asignará como él lo juzgue oportuno para guardarlos y recogerlos. 3Tenga el
abad un inventario de todos estos objetos. Porque así, cuando los hermanos se
sucedan unos a otros en sus cargos, sabrá qué es lo que entrega y lo que
recibe. 4Y, si alguien trata las cosas del monasterio suciamente o con
descuido, sea reprendido. 5Pero, si no se corrige, se le someterá a sanción de
regla.
Después de hablar del
mayordomo del monasterio, san Benito, en los capítulos siguientes habla de las
herramientas, de la posesión y necesidad de las cosas. Muestra de su
sensibilidad y rigor para el trato de las cosas materiales, un criterio muy
importante en nuestra sociedad de hoy, sociedad del consumo, movida por el afán
de poseer, acumular…
¿Qué es la propiedad?
“La propiedad es un robo”, escribió Proudhon en 1840. Frase provocadora que se
convierte en uno de los grandes postulados del siglo XIX, pues la propiedad fue
un tema esencial en la formulación del socialismo emergente, retomado después
por los marxistas, posibilistas y anarquistas. A lo largo del siglo XX este
tema no desaparece en ninguno de los regímenes presentes en la historia.
Escribía san Juan Pablo
II: “El hombre cuando le falta algo que puede decir “suya” y no té
posibilidad de ganar para vivir su propia iniciativa, pasa a depender de la
máquina social y de quienes la controlan, lo cual crea dificultades mayores
para reconocer su dignidad de persona y entorpece su camino para la
constitución de una auténtica comunidad humana” (Centesimus Annus,13)
Esta visión, menos
aniquiladora, pero crítica con la propiedad a la vez que comunitaria la
encontramos bien formulada en san Benito. De hecho, no hace sino recoger el
tema de la comunidad apostólica donde “la multitud de los creyentes tenía en
solo corazón y una sola alma, y ninguno de ellos consideraba como propios los
bienes que poseía, sino que todo estaba al servicio de todos” (Hech 4,32)
El conjunto de la
sociedad, y en cierta manera la Iglesia, no han seguido esta línea, y la
desigualdad social se ha hecho más amplia hasta la provocación de conflictos
sociales.
San León XIII
consciente de ello escribía: “La violencia de las revoluciones civiles ha
dividido a las naciones en dos clases, abriendo un abismo entre ellas. Por un
lado, la clase poderosa, rica, que monopoliza la producción y el comercio para
beneficio propio, y goza de no poca influencia en la administración del estado.
Por otro, la multitud desamparada y débil, con el alma herida y dispuesta a la
lucha. (Rerum Novarum, 33)
San Benito te una
respuesta al problema: dar a cada uno lo que necesita, y ser conscientes de la
diferencia entre necesidad capricho, dos conceptos que no suelen ir juntos. En
la vida monástica domina el “por si acaso”, o se crea una imperiosa necesidad
de posesión.
Cuando invertimos en
una herramienta debemos calcular si su coste será amortizado, o quedará
olvidada, o también cabe preguntarnos si el trabajo se puede hacer fuera del
monasterio a mejor precio, lo cual parece preferible, sin olvidar el que dice
san Benito: “el monasterio, si es posible, se ha de establecer de manera que
todas las cosas necesarias, sean en el interior del monasterio, para que los
monjes no tengan necesidad de correr por fuera, pues no conviene a sus almas”
(RB 70,6-7)
Para luchar contra la tentación
de tener, contra la avaricia se requiere una templanza en el uso de los bienes
materiales: evitar el lujo, controlar la cantidad y cualidad de los bienes que
adquirimos. Asimismo, evitar el venir a ser dependientes de ellos. Practicar la
generosidad nos puede ayudar a evitar la avaricia. La generosidad es la virtud
que nos dispone para dar, no solo los bienes materiales, sino también nuestro
tiempo, y la propia vida para cumplir la voluntad de Dios, sin espera nada
cambio. En resumen, no considerar las cosas como propias en cuanto al uso, pero
como si lo fuesen en cuanto a la conservación.
En el capítulo 33 y en
el 54 de la Regla, san Benito nos habla también de este tema. La propiedad como
un vicio debe extirparse. Y nos habla diferenciando lo necesario de la
superfluo. No se trata de no poder utilizar las herramientas en las tareas que
tenemos encomendadas, sino, en primer lugar de no hacer un uso privado de
ellas, y en segundo lugar, de no tener el simple placer de poseer, sin un
motivo práctico que lo justifique.
En el fondo reside la
razón que da san Benito al decirnos que no le es lícito hacer al monje lo que
quiere, y que no tiene potestad ni sobre su propio cuerpo. Pues, si somos de
Dios, incluso el propio cuerpo, ¿cómo no lo será las cosas materiales, las
herramientas del monasterio? Hemos de
tratar todo con delicadeza, y la primera herramienta a cuidar somos nosotros
mismos, nuestra dimensión corporal, y sobre todo espiritual, que hemos puesto
como una ofrenda en manos de Dios al dejar nuestra cédula de profesión encima
del altar, con el pan y el vino de la Eucaristía.
Escribe el abad Cassià
Mª Just que superadas las falsas imágenes de Dios, que nos lo pueden presentar
como un Dios lejano, garantizador de la ley, o un Dios policía que está al
acecho para castigar, podemos descubrir el amor de Dios que es mucho más
exigente que el miedo, y cuando nos sentimos amados por Dios, y procuramos no
ofenderle, hemos hecho todo lo que teníamos que hacer, lo hemos dado todo.
Todavía añadirá que
este amor se ha de cultivar con la plegaria personal y comunitaria. Escribe: “Lo
que conviene también en nuestra vida de plegaria es no dejarla nunca, aunque
pueda parecer una pérdida de tiempo. Ahora bien, la plegaria es un ejercicio de
fe que se debe alimentar con la lectura de la Escritura para escuchar lo que
Dios nos quiere dar… Debemos procurar más la cualidad que la cantidad. Es una
plegaria de tu a tu; encontrar el tu de Dios y no hablar nunca de Dios como un
ausente”. (Vivir con fe, esperanza y caridad)
Tengamos cuidado de las
herramientas, de los objetos y de nosotros mismos, para ser buenos
instrumentos, siempre a punto para trabajar para Dios y con Dios, cuidemos
nuestra vida con la plegaria y la Palabra de Dios, movidos por el amor,
convirtámoslo en costumbre y no caigamos en la negligencia. Como escribe san
Juan Crisóstomo: “que eso se convierta en costumbre inmutable, y así, en
adelante, no será necesario amonestar ni
persuadir, Puesto que una costumbre arraigada vale mucho más que cualquier
exhortación y persuasión” (Homilía sobre la limosna)
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