CAPÍTULO
7,51-54
LA
HUMILDAD
El séptimo grado de
humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más
despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52
humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la
vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53 «Me he ensalzado, y por eso
me veo humillado y abatido». 54Y también: «Bien me está que me hayas humillado,
para que aprenda tus justísimos preceptos.
No solo con la lengua,
sino desde el fondo del corazón. La vida monástica, la del creyente, seguidor
de Cristo es preciso vivirla desde el fondo del corazón. No debe ser una vida
de fachada, como los sepulcros blanqueados que reprobaba el Señor (Lc 11,44),
sino que se ha de manifestar en todo nuestro cuerpo. ¡No todo el que dice:
Señor, Señor, entrará en el Reino del cielo, sino quien cumple la voluntad
de mi Padre! (Mt 7,21) Así, la humildad no puede ser cosa de la lengua,
sino que debe nacer y ser vivida desde el fondo del corazón.
El sexto y el séptimo
grado forman una unidad, como el segundo y el tercero o el noveno y el
undécimo. El séptimo nos habla de la raíz de la humildad, al hablarnos de hacer
la experiencia de Dios en profundidad, La humildad como experiencia mística,
según comentadores de la Regla. Para algunos de estos autores la raíz está
precisamente en el Padrenuestro, reconocernos deudores, pecadores, capaces de
perdonar a los otros. El perdón que viene desde la vanagloria personal o desde
el orgullo sería como la plegaria del fariseo en el templo, compasivo con el
publicano, pero solamente de lengua, pero no desde del fondo del corazón. Dios
no quiere oblaciones ni sacrificios, no apariencias sobre la humildad, sino una
verdadera conversión del corazón.
En estos últimos
tiempos vivimos momentos difíciles, convulsos, y esto da lugar a populismos,
pero no pensemos que este fenómeno se limita al ámbito de la política, sino que
afecta también al ámbito social y que llega incluso a la Iglesia, a las
comunidades.
Quizás de tanto
repetirnos “te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones,
injustos, adúlteros, ni soy tampoco como ese publicano”. (Lc18,11) llegamos
a creernos que tenemos todos los derechos del mundo y los otros hermanos,
ninguno. Llegamos a creer que tenemos el derecho de menospreciar, de mirar por
encima del hombro, o criticar con impiedad… sin detenernos a pensar que en
virtud de todo ello nos alejamos de Dios, ya que al practicar estas cosas solo
demostramos la dureza de corazón ante los demás sino también delante d Dios.
Como escribe el Papa
Francisco en su última encíclica: “Destrozar la autoestima de alguien es una
manera fácil de dominarlo” (FT 52). Y con frecuencia buscamos dominar a los
demás, consciente o inconscientemente.
En el antiguo
monaquismo no era extraño considerarse el peor de los pecadores y considerarlo
así desde el fondo del corazón. Son muchos los textos, por ejemplo, en la Vita
Patrum:
“Piensa
que eres inferior a todas las criaturas, por debajo de todo hombre pecador. Aquel
que piensa ser algo entonces no es nada, se engaña a sí mismo. No juzgues a tu
prójimo, no menosprecies a ninguno, llorad vuestros pecados.” (Vita Patrum VII,
43,2)
Humillarse no quiere
decir cubrirse de polvo y ceniza, como hacían en la antigüedad, sino asumir
interiormente, en el fondo del corazón, como nos dice san Benito, la condición
del hombre frágil y pecador.
Esta idea no es otra
que la que recoge san Pablo en sus Cartas, y él ve siempre detrás de
esta aceptación de nuestra fragilidad, un asumir, que todos tenemos. nuestras
debilidades físicas y morales, y una acción de gracias a Dios. En palabras del
Papa Benedicto:
“Un
punto clave en el cual Dios y el hombre se diferencia es en el orgullo. En Dios
no hay orgullo porque es toda la plenitud, y tiende a amar y dar la vida; en
nosotros el orgullo está arraigado en lo íntimo, y requiere una constante
vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a aparecer
como grandes, a ser los primeros;
mientras que Dios, que es realmente grande, no teme el rebajarse, hacerse
el último” (Ángelus 23 de Septiembre 2012)
A lo largo de nuestra
vida Dios nos va dando la oportunidad de ejercer la humildad, a veces por el
mismo curso de la vida, que a medida que va avanzando muestra nuestra
debilidad, la pérdida de facultades, como la memoria, la movilidad, la voz, la
capacidad de concentración… A veces puede ser una enfermedad, que de repente se
presenta, y nos despierta la conciencia de que no somos nosotros quienes
dominamos la vida, nuestra salud… sino que todo está en las manos de Dios.
En estos últimos
tiempos esta sensación de fragilidad la experimentamos socialmente, en todos
los países, viviendo en la incerteza, en el miedo, en la fragilidad. No somos
capaces de controlarlo todo, como creíamos. No es Dios quien nos envía las
epidemias u otras situaciones dramáticas, pero sí que nos convida a vivir estas
situaciones como un momento de gracia, de confianza en Él, un momento
fuerte para vivir la fe.
El modelo siempre es
Cristo, como nos enseña san Ambrosio:
“No te
conviene solo encomendar a Dios tu camino, sino también fiarte de Él. La
verdadera sumisión no es vil ni abyecta, sino sublime y gloriosa, porque vive
sometido a Dios quien cumple la voluntad del Señor” (Comentario Sal 36,16)
“El
Señor se humilla hasta someterse a la muerte, para ser exaltado en el mismo
umbral de la muerte. Contempla la gracia de Cristo, reflexiona sobre sus dones”
(cf. Sal 43,75-77
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