domingo, 10 de enero de 2021

CAPÍTULO 7, 1-9 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7, 1-9

LA HUMILDAD

La divina escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 2Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3 El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4 Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». 5 Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6 hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7 Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8 La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9 Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.

“A la humildad se la llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo, la verdad, el premio al esfuerzo” (San Bernardo, Grados de la humildad y la soberbia, I,1)

Esta escala que nos presenta san Benito, para subirla a lo largo de nuestra vida es aquella que Jacob vio en sueños, y que llega al cielo. La misma que aparece en la leyenda de la fundación de algunos monasterios, como un signo de la voluntad de Dios de establecer allí un lugar donde practicar la humildad y la observancia. Una escala con unos peldaños que se aguantan en el cuerpo y en el alma. Y la manera de subirla es muy particular, ya que por la humildad se sube, y por la exaltación se baja, todo lo contrario de lo que rige en nuestra sociedad.

A subirla nos invita la misma Escritura, y, a través de ésta, Cristo, modelo de humildad. San Benito nos dice que esta escala se apoya en el suelo, pero es el mismo Señor quien la dirige hacia el cielo, cuando nuestro corazón se manifiesta humilde.

La humildad de Cristo va estrechamente unidad a su obediencia, y ésta a no hacer sino la voluntad del Padre. No es un esfuerzo voluntarista que confía solo en las propias fuerzas para subir; más bien es gracias a Aquel que nos ama, que podemos avanzar, pues no se trata de un tratado ascético, sino de un camino de vida que nos va configurando a Cristo, nuestra voluntad a la de Dios.

Lo que necesitamos para subir, dice Cassiá Mª Just, es un gesto de pobreza, y la necesidad de ser salvados. Entonces, reconociéndonos pecadores, conscientes de nuestras debilidades, lo comprenderemos como una obra de Dios, no como la adquisición de unas virtudes, sino obra de Dios, que trabaja a largo término.

Una escalera cristocéntrica, como la imagina la abadesa Montserrat Viñas: una escala de caracol, con peldaños concéntricos de humildad, diferentes aspectos de una misma realidad. Pero siempre vinculados al eje central, que es el Cristo. La clave sería la sencillez, que desarma el orgullo, la ira o el odio, nos acerca a Dios y nos da la paz. Cuando nos domina el afán de protagonismo, quiere decir que Cristo no es nuestro centro.

El abad  Sighard Kleiner, habla de que la clave reside en no singularizarse, donando unos ejemplos y consejos sencillos, que todos podemos entender, como, por ejemplo si toca hacer un trabajo previsto en una hora determinada, no debemos hacer un trabajo que toca  para otro momento; o si vamos en fila, o salimos de la Iglesia o del capítulo, no ir a derecha o izquierda, como sorteando un obstáculo. Lo sintetiza todo diciendo que no tenemos que demostrar a cada momento que somos libres, reafirmando nuestra personalidad de una manera primitiva o infantil, con una singularización de los gestos. Más bien sería la humildad de las pequeñas cosas.

Escribe Aquinata Bockmann que existe una humildad que se presenta como una toma de conciencia del pecado y una depreciación personal, y delante de ésta una humildad entendida como un don del Espíritu y coronamiento de la vida monástica. Como un trabajo a cuatro manos, las nuestras y las de Dios, dejándonos hacer más que desear modelar nuestra vida monástica según una regla que nos hacemos nosotros mismos, y que aplicamos en todo, para hacer nuestra voluntad, buscando esa exaltación de nosotros mismos, que san Benito contempla como una forma de orgullo.

Santo Tomás de Aquino, considera la humildad como el fundamento de toda la perfección y que viene a ser la consecuencia de la soberanía de Dios sobre nosotros. En la filosofía aristotélica, la humildad no tiene un papel destacado, por la razón de que esta virtud especial se refiere a la relación personal con Dios. Ya nos advierte san Benito que el camino no es fácil, a veces áspero, que es preciso agarrarnos bien a los peldaños para evitar el descenso de la escala. Subir poco a poco, pero con firmeza, para no retroceder.

Escribe san Bernardo: “El que promulga la ley da también la bendición; el que exige la humildad, llevará a la verdad… Esta ley que nos orienta hacia la verdad, la promulga san Benito en doce peldaños. Y tal como los diez Mandamientos de la Ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce peldaños se llega a la verdad” (Los grados de la humildad y la soberbia II,3)

No hay comentarios:

Publicar un comentario