CAPÍTULO
20
LA
REVERENCIA EN LA ORACIÓN
Si cuando queremos pedir
algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y
respeto, 2 con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica al Señor,
Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro abandono. 3Y
pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho, sino por nuestra
pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4 Por eso, la
oración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial
efusión que nos inspire la gracia divina. 5Mas la oración en común abréviese en
todo caso, y, cuando el superior haga la señal para terminarla, levántense
todos a un tiempo.
Más de
una vez algún candidato a la vida monástica, y también algún monje de otro
monasterio me han confesado sentirse “vacíos”, “secos” en una plegaria, sin
sentido.
El
peligro de una noche oscura de los sentidos siempre está presente en nuestra
vida. Esta aridez no puede sobrevenir en el contacto con la Palabra de Dios.
Son los riesgos de la vida espiritual que nunca desaparecen por completo en
nuestro camino.
Por
esto san Benito, que nos prescribe de no anteponer nada al Oficio Divino nos
habla en la Regla de la actitud en la salmodia, de salmodiar con gusto; y hoy
incide todavía más al hablar de la reverencia en la plegaria; de la reverencia
y la humildad. Esto supone una exigencia para nosotros. A veces se nos define
como profesionales de la plegaria, pero nunca la plegaria es cosa de
profesionales, pues, por su propia naturaleza, es una relación de amor, una expresión
oral de nuestra relación con Dios.
Para
hacerla con reverencia y humildad, lo primero a tener en cuenta es asistir,
hacerlo con puntualidad y con gravedad, conscientes de que vamos a un encuentro
con el Señor. Al final de la plegaria también urge una salida con reverencia,
conscientes del encuentro vivido. Otras ocupaciones nos exigen otras cosas o
actitudes diferentes, pero aquí es el encuentro con el Omnipotente, pero sobre
todo con el Amado.
Nuestra
vida de monjes, de cristianos, es cristocéntrica, tiene al Señor como centro,
modelo y meta, por lo cual la plegaria, sea personal o comunitaria es un
momento fuerte, principal de nuestra jornada.
Dom
Jean-Charles Nault, Abat de Saint Wandrille habla de los ocho síntomas de la
acedía; el tercero es la negligencia en la observancia, en el cumplimiento de
los deberes monásticos; y el primero de todos ellos que puede ser afectado es
la plegaria. Podemos caer en la tentación de minimalismo, donde todo parece
estar de más y llevarnos a descuidar la plegaria, a estar “ausentes”, a pesar
de la presencia física, pero con ausencia de la mente, y del alma (El demonio
del mediodía. La acedía, el oscuro mal de nuestro tiempo) También Evagrio nos
habla de que en esta situación el alma viene a ser débil y cansada, sin
encontrar consuelo. (cf Antirretikos VI,38)
La
dificultad en la plegaria es uno de los síntomas de la acedía. La plegaria se
encuentra en el corazón de nuestra vida, es el vínculo que une todas las
partes, y sin ella todo pierde sentido.
“San
Benito, escribe Ester de Waal, no pide al monje
hacer un voto de plegaria, porque espera que la vida del monje tenga la
plegaria como centro”. Dos veces utiliza la palabra “anteponer”, una
referente a Cristo y otra al Oficio Divino.
San
Benito nos pide que la relación con el Señor sea interactiva, y por ello mismo
debemos ir a la plegaria con una predisposición y preparación, para que ésta
sea un lugar y el momento de escuchar y de hablar con el Señor, poniendo los
cinco sentidos. Pero esto no rige solo para la plegaria comunitaria, para el
Oficio, sino también para la plegaria personal, que no la debemos olvidar ni
menospreciar; quizás es más libre en cuanto al tiempo y al espacio, pero puede
llegar a ser más intensa y fuerte en su relación con el Señor, que nos habla y
escucha a cada uno de nosotros.
Un compañero insustituible para esta plegaria
personal es el silencio; dejar espacio a la voz del Señor, no ahogar esta voz
con el ruido exterior e interior. El nuestro es un silencio activo, hacemos
silencio para poder escuchar al Señor, y este silencio forma parte de la
reverencia y la humildad con la que debemos acercarnos a la plegaria. La
dificultar puede afectar tanto a la oración individual como a la comunitaria,
de manera conjunta o alternativa. Quizás la plegaria litúrgica puede ser más
activa, y la personal tener necesidad de una mayor espontaneidad, a veces más
árida y laboriosa. Pero no están opuestas, sino que más bien son
complementarias. La respuesta correcta está en la utilización de ambas con un
contacto asiduo de la Palabra de Dios, y que deben conformar nuestra vida de
plegaria día a día.
En
palabra de un autor espiritual del s. XX: “La plegaria significa el anhelo
de una sencilla presencia de Dios, de la comprensión personal de su Palabra,
del conocimiento de su voluntad, y de su capacidad para escucharlo y
obedecerlo. Por tanto, es mucho más que pronunciar peticiones de cosas ajenas a
las nuestras preocupaciones más profundas” (Mertón, Tomás, El clima de la
oración monástica, p.93-94)
Por
este carácter toda plegaria, lectura, meditación y cualquiera de nuestras
actividades han de ir acompañadas por una donación bien pura con el deseo de
hallar la pureza de corazón, una abertura total al Señor para hacer su
voluntad, haciendo una plegaria humilde y reverente.
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