domingo, 24 de enero de 2021

CAPÍTULO 20 LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN

 

CAPÍTULO 20

LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN

Si cuando queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y respeto, 2 con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro abandono. 3Y pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho, sino por nuestra pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4 Por eso, la oración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial efusión que nos inspire la gracia divina. 5Mas la oración en común abréviese en todo caso, y, cuando el superior haga la señal para terminarla, levántense todos a un tiempo.

Más de una vez algún candidato a la vida monástica, y también algún monje de otro monasterio me han confesado sentirse “vacíos”, “secos” en una plegaria, sin sentido.

El peligro de una noche oscura de los sentidos siempre está presente en nuestra vida. Esta aridez no puede sobrevenir en el contacto con la Palabra de Dios. Son los riesgos de la vida espiritual que nunca desaparecen por completo en nuestro camino.

Por esto san Benito, que nos prescribe de no anteponer nada al Oficio Divino nos habla en la Regla de la actitud en la salmodia, de salmodiar con gusto; y hoy incide todavía más al hablar de la reverencia en la plegaria; de la reverencia y la humildad. Esto supone una exigencia para nosotros. A veces se nos define como profesionales de la plegaria, pero nunca la plegaria es cosa de profesionales, pues, por su propia naturaleza, es una relación de amor, una expresión oral de nuestra relación con Dios.

Para hacerla con reverencia y humildad, lo primero a tener en cuenta es asistir, hacerlo con puntualidad y con gravedad, conscientes de que vamos a un encuentro con el Señor. Al final de la plegaria también urge una salida con reverencia, conscientes del encuentro vivido. Otras ocupaciones nos exigen otras cosas o actitudes diferentes, pero aquí es el encuentro con el Omnipotente, pero sobre todo con el Amado.

Nuestra vida de monjes, de cristianos, es cristocéntrica, tiene al Señor como centro, modelo y meta, por lo cual la plegaria, sea personal o comunitaria es un momento fuerte, principal de nuestra jornada.

Dom Jean-Charles Nault, Abat de Saint Wandrille habla de los ocho síntomas de la acedía; el tercero es la negligencia en la observancia, en el cumplimiento de los deberes monásticos; y el primero de todos ellos que puede ser afectado es la plegaria. Podemos caer en la tentación de minimalismo, donde todo parece estar de más y llevarnos a descuidar la plegaria, a estar “ausentes”, a pesar de la presencia física, pero con ausencia de la mente, y del alma (El demonio del mediodía. La acedía, el oscuro mal de nuestro tiempo) También Evagrio nos habla de que en esta situación el alma viene a ser débil y cansada, sin encontrar consuelo. (cf Antirretikos VI,38)

La dificultad en la plegaria es uno de los síntomas de la acedía. La plegaria se encuentra en el corazón de nuestra vida, es el vínculo que une todas las partes, y sin ella todo pierde sentido.

“San Benito, escribe Ester de Waal, no pide al monje hacer un voto de plegaria, porque espera que la vida del monje tenga la plegaria como centro”. Dos veces utiliza la palabra “anteponer”, una referente a Cristo y otra al Oficio Divino.

San Benito nos pide que la relación con el Señor sea interactiva, y por ello mismo debemos ir a la plegaria con una predisposición y preparación, para que ésta sea un lugar y el momento de escuchar y de hablar con el Señor, poniendo los cinco sentidos. Pero esto no rige solo para la plegaria comunitaria, para el Oficio, sino también para la plegaria personal, que no la debemos olvidar ni menospreciar; quizás es más libre en cuanto al tiempo y al espacio, pero puede llegar a ser más intensa y fuerte en su relación con el Señor, que nos habla y escucha a cada uno de nosotros.

 Un compañero insustituible para esta plegaria personal es el silencio; dejar espacio a la voz del Señor, no ahogar esta voz con el ruido exterior e interior. El nuestro es un silencio activo, hacemos silencio para poder escuchar al Señor, y este silencio forma parte de la reverencia y la humildad con la que debemos acercarnos a la plegaria. La dificultar puede afectar tanto a la oración individual como a la comunitaria, de manera conjunta o alternativa. Quizás la plegaria litúrgica puede ser más activa, y la personal tener necesidad de una mayor espontaneidad, a veces más árida y laboriosa. Pero no están opuestas, sino que más bien son complementarias. La respuesta correcta está en la utilización de ambas con un contacto asiduo de la Palabra de Dios, y que deben conformar nuestra vida de plegaria día a día.

En palabra de un autor espiritual del s. XX: “La plegaria significa el anhelo de una sencilla presencia de Dios, de la comprensión personal de su Palabra, del conocimiento de su voluntad, y de su capacidad para escucharlo y obedecerlo. Por tanto, es mucho más que pronunciar peticiones de cosas ajenas a las nuestras preocupaciones más profundas” (Mertón, Tomás, El clima de la oración monástica, p.93-94)

Por este carácter toda plegaria, lectura, meditación y cualquiera de nuestras actividades han de ir acompañadas por una donación bien pura con el deseo de hallar la pureza de corazón, una abertura total al Señor para hacer su voluntad, haciendo una plegaria humilde y reverente.

 

                                 

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