CAPÍTULO 2,
11-22
COMO
DEBE SER EL ABAD
Por tanto, cuando
alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de dos maneras;
12 queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo mas a través de su
manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces
les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los P 27 Mar 29
Jun 1 er Oct. 3 Ene. 14 duros de corazón y a los simples les hará descubrir los
mandamientos divinos en lo conducta del mismo abad. 13Y a la inversa, cuanto
indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas, muéstrelo con su
conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado a otros,
resulte que el mismo se condene». 14Y que, asimismo, un día Dios tenga que
decirle a causa de sus pecados «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre
en lo boca mi alianza, tú que detestas mi corrección y te echas, a lo espalda
mis mandatos?» 15Y también: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano
en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? » 16No haga en el
monasterio discriminación de personas. 17 No amará más a uno que a otro, de no
ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia. 18 Si uno que
ha sido esclavo entra en el monasterio, no sea pospuesto ante el que ha sido
libre, de no mediar otra causa razonable. 19Mas cuando, por exigirlo así la
justicia, crea el abad que debe proceder de otra manera, aplique el mismo
criterio con cualquier otra clase de rango. Pero, si no, conserven todos la
precedencia que les corresponde, 20 porque «tanto esclavos como libres, todos
somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo Señor todos cumplimos un mismo
servicio, «pues Dios no tiene favoritismos». 21 Lo único que ante él nos
diferencia es que nos encuentre mejores que los demás en buenas obras y en
humildad. 22 Tenga, por tanto, igual caridad para con todos y a todos aplique
la misma norma según los méritos de cada cual.
Palabras hechos y
acepción. Las palabras de acuerdo con las obras, con hechos sin hacer acepción
de personas. Estas podrían ser las ideas fundamentales de este párrafo del Cap.
2º de la Regla. San Benito las aplica al abad, pero pueden ser extensivas a
cualquier monje o cristiano. Jesús enseñaba refiriéndose a los maestros de la
ley y a los fariseos: “haced y observad como os dicen, pero no actuad como
ellos, porque dicen y no hacen” (Mt 23,3), pues les agradaba estar siempre
en el candelero, anunciando sus buenas obras al sonido de la trompeta, y ser
reconocidos como santos y ser honrados por la gente. En este reconocimiento ya
reciben la recompensa, que no merecen a los ojos de Dios. Porque decir y obrar
debe estar motivado por la humildad y el reconocimiento de nuestras
debilidades, así como la necesidad permanente de hacer camino hacia el Señor,
huyendo de la vanagloria y avanzando en la humildad.
Escribía Lanspergi,
autor espiritual del s,XVI que la
vanagloria se alimenta de todo, posee una vida larga y muere por asfixia, es
decir, por el silencio al pasar desapercibidos. Debemos tener mucha atención
con respecto a lo que hacemos o dejamos de hacer, buscando siempre que esté
precedido de una recta intención, no buscando nuestra voluntad sino la de Dios.
La finalidad última debe ser buscar la caridad como estímulo para desear, y
buscar, en todo, la voluntad de Dios.
Todos tenemos dones y
talentos, que deben ser una oportunidad para la humildad, no para la soberbia,
de modo que no nos venga a hacernos abominables ante Dios, al buscarnos a
nosotros mismos. Nos lo recuerda el Apóstol: “que os parece; ¿quiero ganar
el favor de los hombres, o el favor de Dios? ¿Me diréis que busco agradar a los
hombres? Entonces, ya no sería servidor de Cristo” (Gal 1,10). Debemos
intentar mirar a los demás con la mirada de Cristo, lo cual nos pide ser
compasivos con los débiles, tentados y fatigados, despreciados por el mundo,
pero amados y escogidos por Dios, “porque Dios ha escogido a los que no son
nada para anular a los que son algo. Así nadie puede gloriarse ante Dios” (1Cor
1,27s) No debería sorprendernos
cuando nos vemos indignados contra el prójimo, porque no saben cantar o
predicar, o no tienen buena voz… pues son dones que Dios concede gratuitamente
a quien quiere.
Por ello no debemos
menospreciar a quien tiene éste u otro don, que ha recibido de Dios. Esto no
quiere decir que seamos mejores, sino que debe poner en nosotros la exigencia
de que esos dones den un fruto positivo en nuestra vida, pues recibir unos
dones de Dios supone que también Dios nos exigirá más.
Todo esto nos debe
ayudar a no hacer en acepción de personas; a no dar lugar a las críticas del
prójimo. El ver la debilidad o el pecado del otro no debe llevarnos a tener una
actitud displicente, ni caer en la murmuración, sino que, como escribe
Lanspergi, “Señor, ¿qué somos? Todos
te ofendemos cada día y tu te muestras con una paciencia infinita. Pobre de mí,
que he pecado más gravemente y a menudo, que éste, y si tu gracia no me
sostuviera qué haría sino pecar. Temo caer en cualquier momento, mientras él se
levanta”.
Nuestra actitud debe
ser la de no juzgar al prójimo, pues ya existe un Señor que nos juzgará a
todos. Si en nuestro corazón se levanta la tentación de disgusto, impaciencia,
ira… vigilemos nuestros pensamientos y nuestra voluntad con diligencia, de
manera que controlemos nuestros sentidos y nuestra lengua. Porque, al final, qué
transcendencia tiene en nuestra vida el que tengan una excelente opinión de
nosotros, o qué mal puede hacernos que nos consideren de poco valor, cuando las
opiniones de los hombres son inestables, y frágiles, y ante Dios ni nos
condenan ni nos exculpan.
Tengamos presente que hay defectos en nosotros
que solamente son conocidos por Dios. En palabras del Papa Benedicto, muchas
veces nos identificamos con una comunidad porque amamos poco, y entonces somos
muy hábiles para descubrir sus defectos, que son también el espejo de nuestros
propios errores, de nuestras faltas. Llegamos a pensar que la comunidad no nos
merece, cuando, en realidad es que no nos hacemos merecedores de ella. Las
preocupaciones, los intereses humanos y las inclinaciones a todo lo que es fugaz,
o bien la tendencia a encerrarnos en el círculo impenetrable de la
autosuficiencia, que pone toda la fuerza y la confianza en un reconocimiento
humano, puede acabar por impedirnos la abertura a Dios.
Nuestro esfuerzo debe
dirigirse a romper este círculo de vanagloria y autosuficiencia, para encontrar
en Cristo el verdadero camino hacia la vida eterna. Hablando, obrando y sin
acepción de personas. Son los verdaderos valores que deben presidir nuestra
vida.
En este sentido nos
habla san Agustín en su Tratado del Evangelio de san Juan: Él es nuestra
luz, nuestra aurora, aquella luz que no sale ni se pone, porque permanece para
siempre.
Él,
Cristo, en expresión del Papa Benedicto XVI es la
Palabra que no solo se puede sentir, no solo tiene una voz, sino que tiene un
rostro que podemos contemplar: Jesús de Nazaret (cf Verbum Domini, 12)
No hay comentarios:
Publicar un comentario