domingo, 3 de enero de 2021

CAPÍTULO 2, 11-22 COMO DEBE SER EL ABAD

 

CAPÍTULO 2, 11-22

COMO DEBE SER EL ABAD

Por tanto, cuando alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de dos maneras; 12 queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo mas a través de su manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los P 27 Mar 29 Jun 1 er Oct. 3 Ene. 14 duros de corazón y a los simples les hará descubrir los mandamientos divinos en lo conducta del mismo abad. 13Y a la inversa, cuanto indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas, muéstrelo con su conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado a otros, resulte que el mismo se condene». 14Y que, asimismo, un día Dios tenga que decirle a causa de sus pecados «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en lo boca mi alianza, tú que detestas mi corrección y te echas, a lo espalda mis mandatos?» 15Y también: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? » 16No haga en el monasterio discriminación de personas. 17 No amará más a uno que a otro, de no ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia. 18 Si uno que ha sido esclavo entra en el monasterio, no sea pospuesto ante el que ha sido libre, de no mediar otra causa razonable. 19Mas cuando, por exigirlo así la justicia, crea el abad que debe proceder de otra manera, aplique el mismo criterio con cualquier otra clase de rango. Pero, si no, conserven todos la precedencia que les corresponde, 20 porque «tanto esclavos como libres, todos somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo Señor todos cumplimos un mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos». 21 Lo único que ante él nos diferencia es que nos encuentre mejores que los demás en buenas obras y en humildad. 22 Tenga, por tanto, igual caridad para con todos y a todos aplique la misma norma según los méritos de cada cual.

Palabras hechos y acepción. Las palabras de acuerdo con las obras, con hechos sin hacer acepción de personas. Estas podrían ser las ideas fundamentales de este párrafo del Cap. 2º de la Regla. San Benito las aplica al abad, pero pueden ser extensivas a cualquier monje o cristiano. Jesús enseñaba refiriéndose a los maestros de la ley y a los fariseos: “haced y observad como os dicen, pero no actuad como ellos, porque dicen y no hacen” (Mt 23,3), pues les agradaba estar siempre en el candelero, anunciando sus buenas obras al sonido de la trompeta, y ser reconocidos como santos y ser honrados por la gente. En este reconocimiento ya reciben la recompensa, que no merecen a los ojos de Dios. Porque decir y obrar debe estar motivado por la humildad y el reconocimiento de nuestras debilidades, así como la necesidad permanente de hacer camino hacia el Señor, huyendo de la vanagloria y avanzando en la humildad.

Escribía Lanspergi, autor espiritual del  s,XVI que la vanagloria se alimenta de todo, posee una vida larga y muere por asfixia, es decir, por el silencio al pasar desapercibidos. Debemos tener mucha atención con respecto a lo que hacemos o dejamos de hacer, buscando siempre que esté precedido de una recta intención, no buscando nuestra voluntad sino la de Dios. La finalidad última debe ser buscar la caridad como estímulo para desear, y buscar, en todo, la voluntad de Dios.

Todos tenemos dones y talentos, que deben ser una oportunidad para la humildad, no para la soberbia, de modo que no nos venga a hacernos abominables ante Dios, al buscarnos a nosotros mismos. Nos lo recuerda el Apóstol: “que os parece; ¿quiero ganar el favor de los hombres, o el favor de Dios? ¿Me diréis que busco agradar a los hombres? Entonces, ya no sería servidor de Cristo” (Gal 1,10). Debemos intentar mirar a los demás con la mirada de Cristo, lo cual nos pide ser compasivos con los débiles, tentados y fatigados, despreciados por el mundo, pero amados y escogidos por Dios, “porque Dios ha escogido a los que no son nada para anular a los que son algo. Así nadie puede gloriarse ante Dios” (1Cor 1,27s)  No debería sorprendernos cuando nos vemos indignados contra el prójimo, porque no saben cantar o predicar, o no tienen buena voz… pues son dones que Dios concede gratuitamente a quien quiere.

Por ello no debemos menospreciar a quien tiene éste u otro don, que ha recibido de Dios. Esto no quiere decir que seamos mejores, sino que debe poner en nosotros la exigencia de que esos dones den un fruto positivo en nuestra vida, pues recibir unos dones de Dios supone que también Dios nos exigirá más.

Todo esto nos debe ayudar a no hacer en acepción de personas; a no dar lugar a las críticas del prójimo. El ver la debilidad o el pecado del otro no debe llevarnos a tener una actitud displicente, ni caer en la murmuración, sino que, como escribe Lanspergi,  “Señor, ¿qué somos? Todos te ofendemos cada día y tu te muestras con una paciencia infinita. Pobre de mí, que he pecado más gravemente y a menudo, que éste, y si tu gracia no me sostuviera qué haría sino pecar. Temo caer en cualquier momento, mientras él se levanta”.

Nuestra actitud debe ser la de no juzgar al prójimo, pues ya existe un Señor que nos juzgará a todos. Si en nuestro corazón se levanta la tentación de disgusto, impaciencia, ira… vigilemos nuestros pensamientos y nuestra voluntad con diligencia, de manera que controlemos nuestros sentidos y nuestra lengua. Porque, al final, qué transcendencia tiene en nuestra vida el que tengan una excelente opinión de nosotros, o qué mal puede hacernos que nos consideren de poco valor, cuando las opiniones de los hombres son inestables, y frágiles, y ante Dios ni nos condenan ni nos exculpan.           

 Tengamos presente que hay defectos en nosotros que solamente son conocidos por Dios. En palabras del Papa Benedicto, muchas veces nos identificamos con una comunidad porque amamos poco, y entonces somos muy hábiles para descubrir sus defectos, que son también el espejo de nuestros propios errores, de nuestras faltas. Llegamos a pensar que la comunidad no nos merece, cuando, en realidad es que no nos hacemos merecedores de ella. Las preocupaciones, los intereses humanos y las inclinaciones a todo lo que es fugaz, o bien la tendencia a encerrarnos en el círculo impenetrable de la autosuficiencia, que pone toda la fuerza y la confianza en un reconocimiento humano, puede acabar por impedirnos la abertura a Dios.

Nuestro esfuerzo debe dirigirse a romper este círculo de vanagloria y autosuficiencia, para encontrar en Cristo el verdadero camino hacia la vida eterna. Hablando, obrando y sin acepción de personas. Son los verdaderos valores que deben presidir nuestra vida.

En este sentido nos habla san Agustín en su Tratado del Evangelio de san Juan: Él es nuestra luz, nuestra aurora, aquella luz que no sale ni se pone, porque permanece para siempre.

Él, Cristo, en expresión del Papa Benedicto XVI es la Palabra que no solo se puede sentir, no solo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos contemplar: Jesús de Nazaret (cf Verbum Domini, 12)

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