domingo, 15 de mayo de 2022

CAPÍTULO 37 LOS ANCIANOS Y NIÑOS

 

CAPÍTULO 37

LOS ANCIANOS Y NIÑOS

A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina, de por sí, a la indulgencia con estas dos edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de la Regla.  Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la Regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas reglamentarias.

Te lo aseguro, cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas donde querías, pero cuando seas viejo, abrirás los brazos y otro te ceñirá para llevarte donde no quieres  (Jn 21,18) Así la habla el Señor a Simón Pedro después de haberle preguntado tres veces sobre su amor a Él.

Con una visión simplista podríamos decir que la vida es como una colina: durante la infancia y adolescencia subimos hacia la cima que es la madurez; y luego comenzamos a bajar por la otra vertiente, poco a poco, hasta venir de nuevo al nivel inicial… Así podríamos pensar sobre la vida sin el elemento fundamental que es la fe. Desde la óptica de la fe, la vida no es un subir y bajar, sino un caminar hacia la verdadera vida, la vida eterna, aquella vida que Cristo, muriendo en la cruz y resucitando del sepulcro, nos ha ganado. Como afirma el Apóstol: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado vuestra fe es una ilusión”. (1Cor 15,16-17)

La fase final de la vida, si sigue el curso natural, es la vejez y, como nos dice san Benito, no por llegar a la vejez dejamos de ser monjes. Seguramente por las limitaciones físicas o mentales veremos nuestra vocación de manera diferente, quizás llegará un momento en que no podemos participar en el Oficio Divino en toda su totalidad con la comunidad, o no estaremos en disposición de hacer un tiempo de Lectio Divina con la suficiente concentración, o no podremos trabajar… pero en cualquier caso seguimos siendo monjes, haciendo camino hacia la vida eterna.

Cada uno envejece a su manera. Hay quien vive esta etapa edificándose con la lectura y la plegaria. Otros que, aunque perdidas las fuerzas y oyendo la llamada de la campana, les queda el reflejo de una obligación comunitaria, de la que está dispensado, pero que a veces en una mirada excesiva de autocrítica se culpabiliza hasta casi desconfiar de la misericordia de Dios, de la cual nunca debemos desesperar, como nos dice san Benito.

Dice un apotegma de los Padres del desierto:

“Abbá Antonio, investigando la profundidad de los juicios de Dios oraba diciendo: “Señor, ¿por qué algunos mueren después de una vida corta y otros llegan hasta una extrema vejez? ¿por qué algunos son pobres y otros ricos? ¿por qué los injustos se enriquecen y los justos pasan necesidad?” Y vino una voz que le dijo: Antonio, ocúpate de ti mismo, porque estos son los juicios de Dios, y nada aprovecha la respuesta (Libro de los ancianos, 55,1)

Ciertamente, nuestra vida está en manos de Dios y también nuestra vejez, así como el llegar o no llegar.

Los hermanos mayores son una riqueza en la comunidad; quizás a veces supone algo de peso estar pendientes de ellos y atenderlos, pero en toda comunidad es un valor añadido, tanto por su experiencia como por su madurez con que viven la vida monástica, lo cual no quiere decir que vejez y madurez vayan juntas, aunque, en líneas generales la madurez de la vejez aporta serenidad y una cierta dulzura en la visión de los problemas de cada día. Hablamos de una vejez adquirida por la edad, pues puede haber una vejez prematura no tanto por razones físicas como psicológicas que les sirve de excusa para una limitación de sus obligaciones. O por el contrario hermanos que, a pesar de sus años están activos ejemplarmente hasta sus últimos momentos. El monje llega a la vejez muchas veces en consonancia a como ha ido viviendo su vocación durante años.

Escribía un monje de nuestra comunidad, que tampoco hemos de caer en la imagen idílica del monje en el claustro. La gracia no suple a la naturaleza, y una ascesis continua debe acompañarle en la vida para progresar en este camino, que al principio es estrecho, pero que se ensancha a medida que se avanza en la práctica de las virtudes.

No olvidemos que entre las muchas herejías -añadía- una puede estar presente en la vida de los monjes: la del pelagianismo, según el cual siempre hay un peligro de caer en las buenas obras y observancias, apoyándonos en nuestro propio esfuerzo y olvidando que la salvación es un don gratuito de Dios. No hay un error mayor que creerse mejor que los demás, caer en el maniqueísmo que separa los buenos de los malos, y que nos puede afectar a todos si nos descuidamos. (Cf. P. Jesús M. Oliver. La vida monástica en la Iglesia)

En la vida civil hay quien se prepara para la vejez cuando se detiene la vida laboral, y se buscan nuevos objetivos u horizontes. En la vida monástica no existe la jubilación, a no ser que haya un impedimento de tipo físico o psicológico. Aunque la disminución de nuestras fuerzas impone un nuevo ritmo, que no debe llevarnos a la tentación de una jubilación total.

San Benito pide para los ancianos, como para los niños, compasión, y también que la Regla debe tener presente su debilidad y evitar los rigores excesivos, pero también sin olvidar que no dejamos de ser monjes.

Coloquialmente se dice que la antigüedad tiene un grado, teniendo presente lo que nos dice san Benito a lo largo de la Regla, y esto debe traducirse en hacernos más humildes, más pacientes, más obedientes. Así debemos llegar, si le place a Dios al momento en que no iremos donde querríamos y dejar que otro nos ciña y nos lleve donde no queremos. Pero siempre es cierto que al final del camino, sea más o menos duro, esta Cristo que ha resucitado, y entonces nuestra fe no es en vano.

 

 

 

 

 

 

 

   

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario