CAPÍTULO
37
LOS
ANCIANOS Y NIÑOS
A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina, de
por sí, a la indulgencia con estas dos edades, la de los ancianos y la de los
niños, debe velar también por ellos la autoridad de la Regla. Siempre se ha de tener en cuenta su
debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la Regla en lo referente a
la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y
comerán antes de las horas reglamentarias.
Te lo
aseguro, cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas donde querías, pero cuando
seas viejo, abrirás los brazos y otro te ceñirá para llevarte donde no quieres (Jn 21,18) Así la
habla el Señor a Simón Pedro después de haberle preguntado tres veces sobre su
amor a Él.
Con una visión
simplista podríamos decir que la vida es como una colina: durante la infancia y
adolescencia subimos hacia la cima que es la madurez; y luego comenzamos a
bajar por la otra vertiente, poco a poco, hasta venir de nuevo al nivel
inicial… Así podríamos pensar sobre la vida sin el elemento fundamental que es
la fe. Desde la óptica de la fe, la vida no es un subir y bajar, sino un
caminar hacia la verdadera vida, la vida eterna, aquella vida que Cristo,
muriendo en la cruz y resucitando del sepulcro, nos ha ganado. Como afirma el
Apóstol: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si
Cristo no ha resucitado vuestra fe es una ilusión”. (1Cor 15,16-17)
La fase final de la
vida, si sigue el curso natural, es la vejez y, como nos dice san Benito, no
por llegar a la vejez dejamos de ser monjes. Seguramente por las limitaciones
físicas o mentales veremos nuestra vocación de manera diferente, quizás llegará
un momento en que no podemos participar en el Oficio Divino en toda su
totalidad con la comunidad, o no estaremos en disposición de hacer un tiempo de
Lectio Divina con la suficiente concentración, o no podremos trabajar… pero en
cualquier caso seguimos siendo monjes, haciendo camino hacia la vida eterna.
Cada uno envejece a su
manera. Hay quien vive esta etapa edificándose con la lectura y la plegaria.
Otros que, aunque perdidas las fuerzas y oyendo la llamada de la campana, les
queda el reflejo de una obligación comunitaria, de la que está dispensado, pero
que a veces en una mirada excesiva de autocrítica se culpabiliza hasta casi
desconfiar de la misericordia de Dios, de la cual nunca debemos desesperar,
como nos dice san Benito.
Dice un apotegma de los
Padres del desierto:
“Abbá
Antonio, investigando la profundidad de los juicios de Dios oraba diciendo:
“Señor, ¿por qué algunos mueren después de una vida corta y otros llegan hasta
una extrema vejez? ¿por qué algunos son pobres y otros ricos? ¿por qué los
injustos se enriquecen y los justos pasan necesidad?” Y vino una voz que le
dijo: Antonio, ocúpate de ti mismo, porque estos son los juicios de Dios, y
nada aprovecha la respuesta (Libro de los ancianos, 55,1)
Ciertamente, nuestra
vida está en manos de Dios y también nuestra vejez, así como el llegar o no
llegar.
Los hermanos mayores
son una riqueza en la comunidad; quizás a veces supone algo de peso estar
pendientes de ellos y atenderlos, pero en toda comunidad es un valor añadido,
tanto por su experiencia como por su madurez con que viven la vida monástica,
lo cual no quiere decir que vejez y madurez vayan juntas, aunque, en líneas
generales la madurez de la vejez aporta serenidad y una cierta dulzura en la
visión de los problemas de cada día. Hablamos de una vejez adquirida por la
edad, pues puede haber una vejez prematura no tanto por razones físicas como
psicológicas que les sirve de excusa para una limitación de sus obligaciones. O
por el contrario hermanos que, a pesar de sus años están activos ejemplarmente
hasta sus últimos momentos. El monje llega a la vejez muchas veces en
consonancia a como ha ido viviendo su vocación durante años.
Escribía un monje de
nuestra comunidad, que tampoco hemos de caer en la imagen idílica del monje en
el claustro. La gracia no suple a la naturaleza, y una ascesis continua debe
acompañarle en la vida para progresar en este camino, que al principio es
estrecho, pero que se ensancha a medida que se avanza en la práctica de las
virtudes.
No olvidemos que entre
las muchas herejías -añadía- una puede estar presente en la vida de los monjes:
la del pelagianismo, según el cual siempre hay un peligro de caer en las buenas
obras y observancias, apoyándonos en nuestro propio esfuerzo y olvidando que la
salvación es un don gratuito de Dios. No hay un error mayor que creerse mejor
que los demás, caer en el maniqueísmo que separa los buenos de los malos, y que
nos puede afectar a todos si nos descuidamos. (Cf. P. Jesús M. Oliver. La vida
monástica en la Iglesia)
En la vida civil hay
quien se prepara para la vejez cuando se detiene la vida laboral, y se buscan
nuevos objetivos u horizontes. En la vida monástica no existe la jubilación, a
no ser que haya un impedimento de tipo físico o psicológico. Aunque la
disminución de nuestras fuerzas impone un nuevo ritmo, que no debe llevarnos a
la tentación de una jubilación total.
San Benito pide para
los ancianos, como para los niños, compasión, y también que la Regla debe tener
presente su debilidad y evitar los rigores excesivos, pero también sin olvidar
que no dejamos de ser monjes.
Coloquialmente se dice
que la antigüedad tiene un grado, teniendo presente lo que nos dice san Benito
a lo largo de la Regla, y esto debe traducirse en hacernos más humildes, más
pacientes, más obedientes. Así debemos llegar, si le place a Dios al momento en
que no iremos donde querríamos y dejar que otro nos ciña y nos lleve donde no
queremos. Pero siempre es cierto que al final del camino, sea más o menos duro,
esta Cristo que ha resucitado, y entonces nuestra fe no es en vano.
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