CAPÍTULO
30
CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS
Cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada. 2 Por tanto, siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no llegan a comprender lo que es la excomunión, cometieren una falta, 3 serán escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se corrijan.
Este es el último
capítulo de la primera parte llamado “Código penal de la Regla”. A primera
vista parece anacrónico y desfasado, pues nos habla de niños en el monasterio y
de castigos, mortificaciones y ayunos rigurosos, que es ya algo desfasado en
nuestros días.
En la Edad Media había
costumbre de entregar al monasterio, para su educación, a los hijos, y que,
incluso, acabaran siendo monjes; una costumbre abandonada por los
cistercienses. También la costumbre de castigos corporales, azotes, ayunos…
asimismo está abandonada. Incluso en el ámbito educativo. Además, ya pasó la
costumbre de llevar los hijos al monasterio. Un tema muy delicado hoy día,
incluso en el ámbito educativo. Por otro lado, otro aspecto importante es lo que
pensamos cuando llevamos a cabo una acción que puede ser negativa, y es,
además, algo que puede repercutir en el resto de la comunidad. Es decir, que en
todos los aspectos, positivos y negativos, es importante ser conscientes de que
no solemos ser monjes a nivel personal sino que nuestras acciones, para bien o para
mal, repercuten en la comunidad.
Pero este capítulo
tiene una parte con actualidad, que es la consideración del trato apropiado a
cada uno. Una muestra más de la igualdad asimétrica que establece la Regla.
Todos somos iguales con los mismos derechos y obligaciones, todos comprometidos
ante el Señor, a seguirlo, obedecerlo, pero no todos somos iguales, pues unos
reciben unos dones diferentes de los otros, limitaciones distintas… lo cual no
siempre somos capaces de comprenderlo.
Vivimos en una sociedad
dominada por la cultura del deseo y afectada por una inmadurez notable, por lo
cual podemos seguir siendo niños con apariencia de adultos, estar afectados de
un infantilismo en determinados momentos. Podemos ser maduros intelectualmente
e inmaduros afectivamente, lo que crea problemas de convivencia en una vida
comunitaria. Contra el infantilismo poco sirven los remedios que propugna san
Benito, pues no se puede curar con ayunos rigurosos, ni con azotes…. Y, además,
se corre el riesgo de enfrentamientos físicos. Hay otras situaciones en que el
síntoma de inmadurez es la dependencia afectiva de otros hermanos, o la
necesidad de la familia o de los amigos, por lo que es sano y recomendable
mantener un equilibrio y estar alejado del peligro de interferencias de familiares,
amigos, o compañeros de la vida comunitaria.
Escribe Dom Bernardo
Olivera, que fue Abad General de la estricta Observancia:
Hay
cinco elementos que nos pueden dar razón del nuestro grado de madurez.
El
primero, es la tolerancia de las frustraciones, reconociendo nuestra
responsabilidad, evitando culpabilizar a los otros, e intentar no reaccionar
con ira, tristeza, desánimo, o cerrarnos en nosotros mismos, buscando la propia
conmiseración.
Un
segundo elemento, ser capaces de manifestar nuestras opiniones sin llegar a
defenderlas a ultranza, ni menos recurriendo a la mentira para mantenerlas,
pues esto es un síntoma claro de que somos prisioneros de nuestras emociones.
El
tercer elemento, es ser capaces de tomar decisiones sin innecesarias
vacilaciones, ni por equivocarnos, pero buscando siempre la certeza moral de
que hemos hecho en cada momento lo que debíamos hacer, no lo que podría ser de
nuestro agrado, o nos favorecía a nosotros o nuestros amigos.
El
cuarto elemento, es estar abierto a otras ideas o argumentaciones, y no
cerrarnos en nuestro mundo, como si fuese lo mejor, o lo único mejor del mundo.
El
quinto, es la capacidad de reaccionar ante lo imprevisto, sin rechazo
automático, aceptando la realidad, incluso imprevista, aceptándolo como la
voluntad de Dios.
(Afectividad
y deseo. Para una espiritualidad integrada)
Los enemigos de estos
elementos son nuestros miedos; al fracaso, al rechazo, al cambio, a la
enfermedad… El miedo es fruto de la falta de confianza en nosotros mismos,
ciertamente, pero en el caso del creyente es síntoma de la falta de confianza
en Dios, cuando dudamos de si estamos en sus manos, o de si él está a nuestro
lado, pero nunca para preguntar por qué permite eso o lo otro, o para pedir que
este o aquel hermano desaparezcan de nuestra presencia.
Como dice el documento
de la Congregación para los Religiosos: Vida fraterna en comunidad:
“El camino hacia la madurez humana, premisa necesaria para una vida de
irradiación evangélica, es un proceso que no conoce límites, porque comporta un
continuo “enriquecimiento”, no solo en los valores espirituales, sino también
en los de orden psicológico, cultura y social” (nº 35)
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